En un episodio de la serie Anatomía de Grey, la madre de Meredith, que regresa al mundo real tras cinco años con Alzheimer, interroga a su hija sobre cómo es su vida. Esta contesta, sonriendo, que le va muy bien, que trabaja en el hospital, que tiene un novio que la hace feliz, que…La Dra. Grey madre se indigna, envuelta en decepción y asco, y le grita: “¿Qué te ha pasado? ¿Y todo lo que ambicionabas ser? ¿Por qué llevas una vida tan ordinaria?”
Todos intentamos vivir nuestras vidas para nosotros pero, en gran medida, también las moldeamos, conscientemente o no, en función de lo que pensamos que los demás desean. Hacemos cosas para que nos quieran más –por eso y para eso escribía Gabriel García Márquez-, elaboramos planes que cuentan con el apoyo de familiares, y desistimos de rendirnos a nuestros únicos anhelos para, a menudo, convertir en nuestros los de los demás.
El músico Roger Waters se pasó la vida –y continúa haciéndolo- buscando la aprobación de su padre, a quien no conoció. Debe de ser agotador, y también frustrante, buscar la conformidad y el aprecio de un fantasma. Pero hay quien hace precisamente eso toda su vida.
El terapeuta Jorge Bucay prefiere otra perspectiva, una que incluye la tesis de que hay que perdonar a nuestros padres de una vez por todo aquello que no supieron hacer mejor, dejar de culpabilizarlos de nuestras mayores o menores desgracias y, por fin, ocuparnos de nuestra propia existencia, porque nosotros somos su único responsable. Pero lo que pretende el gran psicólogo argentino no es tan sencillo: ¿acaso no estamos continuamente examinándonos con los exigentes ojos de nuestros progenitores?
Por supuesto, no todas las vidas son ordinarias. La de Jean-Marie Roughol está siendo de lo más extraña. Indigente en París desde hace dos décadas, con el abandono de su madre y las palizas de su padre a cuestas, ahora es un escritor de éxito. Más de 40.000 ejemplares vendidos de su libro Pido limosna, una vida en la calle lo certifican. Copias que, desde luego, han transformado su delicado día a día.
Tampoco el éxito es lo mismo para todos. Para Meredith consistía en levantarse cada mañana junto a alguien que la quería después de su continua y efímera búsqueda de afecto a través del sexo con perfectos desconocidos. Pero para su madre, ni siquiera el mayor de los galardones médicos podría, probablemente, saciar su ambición.
John Lennon, en su día más famoso que Jesucristo, según él, no entendió qué era el éxito hasta que se lo mostró Yoko Ono, como escribió en Woman. Aunque el resto del universo la acusara a ella de ser la responsable de la ruptura del grupo de Liverpool, él siempre le agradeció sus enseñanzas sobre cuáles eran las verdaderas conquistas.
Hace solo semana y media que Juan Goytisolo abandonó este mundo. Lo hizo con el premio Cervantes del que tanto huyó, pero después de haber sufrido todo tipo de penurias económicas. Tenía el reconocimiento –frecuentemente citado como el mejor escritor español de comienzos del siglo XXI-, pero carecía incluso de los medios económicos más modestos hasta tres años antes de su muerte. ¿Es eso el éxito?
Está claro que solo en algunas ocasiones el arte paga a sus creadores lo suficiente como para mantenerlos en un espacio de dignidad y mesura. La contienda entre la búsqueda del prestigio y la demanda de las comodidades mínimas se revela poderosa, sobre todo cuando se tiene en cuenta que, en numerosas ocasiones, resultan asuntos opuestos.
Todo ello se agudiza mientras de reojo te preguntas qué estarán pensando tus padres, y persistes en examinarte utilizando sus incansables y arduos criterios, ¿verdad, Meredith?