La reacción de Pablo Iglesias a la imputación de dos de sus concejales en el Ayuntamiento de Madrid equivale, a efectos de regeneración, a sentarse en DiverXO y que te sirvan fritanga. Uno podría entender que Podemos tratara de justificar la actuación de Carlos Sánchez Mato y de Celia Mayer por un arrebato, por un exceso de celo, por su apasionamiento en la lucha contra la corrupción, aun cuando España, con sus peros, es un país desarrollado del primer mundo y no el bosque de Sherwood.
La realidad es que estos concejales se pulieron 100.000 euros de los madrileños en dos informes solicitados a dedo a otros tantos despachos. Lo hicieron de espaldas a la alcaldesa, acaso porque temían que les parase los pies. Su objetivo era demostrar que el convenio suscrito con el Open de Tenis de Madrid causaba un perjuicio a las arcas municipales, por más que varios estudios de los funcionarios de carrera del Ayuntamiento hubiesen descartado ya tal extremo.
El desenlace ya lo conocen. El juez ha imputado a los intrépidos concejales por los delitos de malversación de fondos públicos y prevaricación. Y lejos de replegar velas, Iglesias los ha presentado ante la opinión pública como víctimas de una cacería política: "Les atacan y les denuncian por investigar la corrupción". Ni siquiera el PP se ha atrevido a tanto con sus Bárcenas e Ignacios González.
Asusta el convencimiento que muestran algunos servidores públicos para imponerse la sagrada misión de hacer justicia aun al margen de la ley, contradicción flagrante donde las haya. La máxima que inspira estos comportamientos vendría a ser "mi verdad me legitima para tal y para cual". Basta echar un vistazo a la Historia para comprobar cuáles son los efectos prácticos de esta tesis. Aunque quizás sea difícil de entender a quien tiene a Cánovas como gran enemigo de la democracia.