Me voy recién duchada y peinada y oliendo a Nenuco al Congreso de los Diputados. Antes poseía uno de aquellos cencerros plastificados que llaman acreditaciones de prensa. Ahora no, y cada vez que me adentro en la sede de la soberanía popular es un lío: alguien me tiene que bajar a recoger como si fuera un paquete o Pedro Sánchez. Entretengo la espera charlando con los bedeles, ujieres, guardianes de la cosa -fuera de guardias civiles y diputados, nunca he estado muy segura de quién es quién- sobre la flamante exposición Habla, pueblo, habla (1977-2017) que hasta septiembre se podrá visitar aquí mismo, al otro lado de la Carrera de San Jerónimo.
Como todo el mundo sabe, el tema es un recorrido informativo-audiovisual-sentimental por los cuarenta años transcurridos desde las primeras elecciones generales democráticas postfranquistas, las del 15 de junio de 1977. Para unos es un viaje a su juventud. Para mí es pegar el salto al hiperespacio de la infancia. Me chifla casi tanto como una espada láser el tierno 600 blanco empapelado de carteles electorales de la época que han puesto a las puertas de la exposición. Dan ganas de montarse en él y salir zumbando como Ali McGraw en La huida de Peckimpah…
…Ya casi tengo el dedito sobre el número de teléfono de Steve McQueen cuando yo misma me doy el alto. La triste verdad es que servidora, digna titular de un carnet de conducir vigente y en regla, hace años que no lo uso. Hace décadas que no me pongo al volante. Amaxofobia lo llaman en las autoescuelas políticamente correctas. Yo prefiero llamar a las cosas por su nombre: rebañofobia. Miedo a la masa, que ya es pánico incontrolable cuando la tal masa va a motor. Me amedrenta conducir porque siento que me pongo en las manos y en los pies de los demás. Y no me fío.
Pero hete aquí que engolosinada por el donaire setentero del 600 de la Transición siento crecer en mí la confianza. No se crean que lo digo por decir. Últimamente estoy metiendo muchas nuevas marchas en mi vida, todas para bien, y de verdad que tengo un gran plan para dejar para siempre atrás el individualismo y el peatonalismo y volverme una conductora de pro. Puede ser cuestión de muy poquitos meses, quién sabe si no estará aún abierta la exposición con su coquetón 600…
Qué disgusto, madre mía, qué jarrazo de agua fría al enterarme por los cotillas del Congreso de que el blanco cochecito de mis amores (y de la democracia) no anda ni poco, ni mucho, ni ná: cada vez que hay que moverlo más arriba o más abajo de la Carrera de San Jerónimo tienen que aprestarse unos cuantos a empujar. Pues ya tiene guasa esto de querer celebrar lo que dicen que se está queriendo celebrar con un 600 que no va ni con ruedas, con un utilitario inútil. ¿Habla, pueblo, habla? ¿O más bien empuja, pueblo, empuja? Si ya lo sabía yo, si por eso siempre salí por patas o en taxi… ¿Hasta hoy? ¿De verdad que de esta legislatura no pasa?