La sede del Ayuntamiento de Copenhague exhibe el hermoso sueño de uno de los más brillantes relojeros que han existido, Jens Olsen. La extraordinaria precisión de su reloj astronómico, y también su belleza, emocionan; su rigor, asombra. A lo largo de su vida este artesano de prodigios logró medir el tiempo con precisión extrema, pero no pudo detenerlo, ni volverlo hacia atrás. Tampoco, claro, procurarse más. Olsen murió en 1945 cuando su gran obra, a la que se había dedicado enteramente, estaba a punto de concluir.
Tan poco tiempo, tantas veces; tanto, otras. A veces parece que el momento se desplaza lentamente, y que no acaba nunca; en ocasiones parece que es urgente alargar el efímero instante actual. Cada uno experimenta de forma íntima y exclusiva su relación con la sucesión de segundos. Pero, con frecuencia, nos peleamos con la velocidad a la que se zarandea, o se agita, la existencia.
En su colosal When breath becomes air, el talentoso neurocirujano Paul Kalanithi expresa con agudeza y sabiduría lo que se supone que, un día cualquiera, hoy mismo tal vez, quizá mañana, a uno le pueda ocurrir: que le informen de que se le acaba el tiempo. No potencialmente. No en el futuro. Sino ya, en breve. A veces sucede que uno se prepara toda la vida para el futuro y resulta que el futuro no nos tiene preparado nada.
El tiempo se agota -¿nadie se había dado cuenta?- y la tragedia mayor se apodera de uno; la vida se transforma en algo finito y punzante que solo quienes han pasado por ahí, por ese lugar al que todos acabaremos llegando, los preámbulos de la eternidad o de la nada, saben cómo es. Probablemente quienes hemos tenido la fortuna de esquivar ese período no tenemos ni idea de cómo es, por mucho que lo intuyamos o nos lo cuenten. Hay circunstancias que solo se pueden conocer experimentándolas.
“El tiempo, el implacable, el que pasó…”, entona Pablo Milanés mientras el instante vigente, en verdad implacable, pasa sin que le prestemos, a menudo, la atención que merece. Ese segundo palpitante que ya se fue.
Explica el filósofo y escritor alemán Rüdiger Safranski, explorador de este fenómeno en Sobre el Tiempo, que cuando verdaderamente experimentamos qué es el tiempo es cuando nos aburrimos. Kant no se aburría nada, y defendía que el tiempo no existe salvo en cada uno de nosotros a partir de nuestra experiencia interna.
La mayoría de los físicos no cree en la existencia objetiva del tiempo. Einstein consideraba el pasado, el presente y el futuro meras ilusiones, aunque unas ilusiones “muy verídicas”. Pero la vida de los vivos y la muerte de los muertos son escenarios muy distintos, digan lo que digan los científicos, los médicos o los filósofos.
Si el tiempo no es más que una mera ilusión, por mucho que Olsen y otros se atrevan a medirlo, vivir también debe de serlo. Como morir. Aceptar la realidad de este teatro de ilusiones medido en Dinamarca forma parte de la apasionante aventura de esta carrera de velocidad, esta maratón, que aún, por fortuna, estamos corriendo, paralelos al muro del kilómetro 30, el de la eternidad, que con cada zancada preferimos ignorar.