En su cuenta de Twitter, David Ferrer se acuerda de Jérôme Golmard. No muchos retienen en su memoria, fuera de su país, al tenista francés, que llegó a ser el jugador número 22 del mundo, ganador de los ATP de Doha y Chennai. Este ex miembro del equipo de la Copa Davis y ex número uno en Francia falleció hace unos días después de tres años de titánica lucha contra la Esclerosis Lateral Amiotrófica. Tenía 43 años.
Las enfermedades mortales acechan a todos, pero escogen a algunos. ¿Por qué yo? se preguntan atormentados, con enfado y razón, muchos de los pacientes de estas tragedias cotidianas. ¿Y por qué no iba a ser yo? se cuestionaba, al hacerse esa misma pregunta, con aún más sabiduría, el neurocirujano y escritor Paul Kalanithi, que murió en 2015 a los 37 años.
Einstein defendía que el universo no permite eventos aleatorios, por lo que nada sucede al azar; Dios no juega a los dados, afirmaba el científico más célebre del mundo. Sin embargo, la supervivencia a veces parece precisamente eso: un juego temible y asombroso y, desde luego, todavía más fortuito que caótico. Si nadie juega a los dados de la suerte con nuestro futuro, entonces puede que la realidad vigente sea el destino riéndose de nuestra propia opinión sobre él; o una simple ruleta rusa imaginada en los cielos a la que nos obligan a participar cada día, queramos o no, sabiendo que, uno de ellos, la casa gana y tú pierdes.
Como si toda la humanidad tuviera que nadar en un mar repleto de feroces tiburones blancos que seleccionan a sus víctimas aleatoriamente mientras los afortunados que los esquivan continúan nadando su ruta particular, sin valorar en exceso que siguen flotando, y sin pensar demasiado en el día en el que ellos serán los elegidos.
Quizá, mejor así. Probablemente sería peor que nos mantuviéramos pendientes de las calamidades que pueden ocurrir cada instante, como que se caiga un árbol en Madeira y mate a 12 personas; o que asistas a un concierto de Eagles of Death Metal en la sala Bataclan y te zarandee una masacre; o que tengas 13 años y estés cenando una pizza en París y un coche se empotre y te devore; o que tengas esos mismos años y acudas a un concierto en Manchester, y sea eso lo último que vivas; o que se te incluya en la estadística de las 28.749 personas fallecidas violentamente el último año en el país de Maduro; o que un terrorista al que llaman "supremacista blanco" te arrolle con su coche en una manifestación pacífica, como ocurrió en Charlottesville; o que lo haga otro, esta vez islámico, en el puente de Westminster, o en Las Ramblas en Barcelona, como acaba de ocurrir, dejando un torrente de caos y de trágico desamparo extremadamente difícil de asumir.
También puede suceder que te favorezcan los dioses y que no te suceda ninguna de estas cosas pero que, igual de tristemente, sin razón alguna en principio -dejando a Einstein a un lado-, te ataque un tiburón blanco con malas y definitivas noticias sobre tu salud.
Todo el mundo sucumbe a la finitud, escribió Kalathini. Golmard, también. Pero mientras estuvo aquí venció a Agassi, a Courier, a Moyá o a Juan Carlos Ferrero, entre muchos otros. Estuvo a dos juegos de batir a Sampras, y a dos puntos de ganar a Federer. En su último período, creó una asociación para contribuir a mejorar las condiciones de vida de los pacientes atrapados por la ELA, uno de los tiburones más crueles, el que lo mordió a él. En su propio cataclismo existencial, durante su recorrido a nado, Golmard braceó un ruta corta pero desbordada de felices conquistas. Eso es morir joven, sí, pero también es claudicar después de haber vivido al máximo. Mucho más no se le puede pedir al naufragio constante de la humanidad, ese del que huimos con cada brazada, cada instante.