Un efecto colateral del último ataque yihadista ha sido la reivindicación estomagante del carácter cosmopolita, moderno, sofisticado, multicultural, abierto, integrador y pacífico de la golpeada Barcelona, por citar algunos de los adjetivos más sobados en las tertulias. Se trata de apuntalar la bienhadada dignidad de un pueblo sin miedo y de subrayar hasta el regüeldo aquello de que el islam es una religión de paz.
No regateamos aquí piropos ni parabienes a una ciudad que amamos ni a sus atribulados habitantes. Tampoco negamos el valor sociológico de los estereotipos y las buenas intenciones de los guardianes de la corrección. Es más, reiteramos -como respetuosos laicos- eso de islam pobre islam y admitimos incluso la utilidad psicológica de cierta literatura decorativa para hacer llevadero lo incomprensible.
Pero el inmoderado automatismo de la lisonja, con que desde niños nos enseñan a afrontar las adversidades, y la insistencia de determinadas coletillas sobre la condición de víctimas propiciatorias de los musulmanes van camino de convertirse en agravios añadidos al duelo por los asesinados y heridos.
¿De qué demonios le sirve a Barcelona la conciencia de su cosmopolitismo y sofistificación a la hora de llorar a los muertos y mejorar los sistemas de prevención y respuesta? ¿No es digno tener miedo? ¿El reto que afrontamos como sociedad es defendernos de futuros ataques o poner coto a una islamofobia hoy por hoy tan despreciable como residual en España?
Quienes se pretenden tutores morales de la sociedad en esta guerra deberían afinar más. Una cosa es conducir las emociones primarias de una ciudad en shock hacia una escollera segura de ramos de flores, velitas y peluches; y otra muy distinta promover la educación sentimental de las víctimas con postulados y poses de azucarillo.
Si convertir la imprecisa dignidad en un lenitivo frente al dolor es arriesgado, supeditar la condición de digno a valores etéreos y magnitudes extemporáneas como el cosmopolitismo, la modernidad y la multiculturalidad basal de Barcelona parece el modo más rápido de defraudar. Los catalanes tienen derecho a sentirse atacados y los musulmanes -catalanes o no- deben ser los primeros interesados en extirpar el cáncer que crece en su seno. Habrá que empezar a poner bolardos.