Lo que han sacado a la luz los atentados de Barcelona y Cambrils, con su precedente en la explosión de la casa okupada de Alcanar y su epílogo en el tiroteo del viñedo de Subirats, es demasiado grave y demasiado complejo como para pretender analizarlo en profundidad a poco más de una semana de distancia. Para empezar, queda aún completar la investigación, y hay muchos cabos por atar y muchos extremos por esclarecer.
Sin embargo, en una dimensión concreta contamos ya con elementos suficientes para proponer una reflexión, sin limitar de entrada los invitados a realizarla, y a quienes puede hallarse en todos los lados de las trincheras que se han abierto con motivo de la masacre (o que, estando abiertas ya antes, se han visto ahondadas con motivo y a rebufo del ataque terrorista). No sé si somos pocos o muchos los que en estos días hemos asistido, con pesadumbre añadida a la que ya implica de por sí la muerte de dieciséis inocentes, a las reiteradas exhibiciones de euforia, o de algo demasiado parecido a ella, que desde muy diversos ángulos y posiciones ideológicas, con expresión estelar en ese estercolero en el que se han convertido las redes sociales, se han producido a propósito de acontecimientos o situaciones provocados por la acción de los yihadistas y la investigación subsiguiente.
Los ejemplos son muchos, y todos ellos muy desagradables. No se trata de convertir estas líneas en escaparate de conductas poco edificantes, pero para ofrecer algún botón de muestra, era indisimulable el placer con que algunos, en cuanto hubo el menor pretexto para ello, subrayaban posibles errores o insuficiencias en la prevención y gestión de la tragedia por parte de los Mossos d’Esquadra, como argumento definitivo en descrédito del gobierno catalán y de la viabilidad de su aventura independentista. Un placer que tenía su par en la delectación con que otros, más allá y por encima de lamentar los destrozos sufridos, o de pensar en cómo contenerlos, se lanzaron a festejar la imagen de Estado independiente, desvinculado ya de España, y cómo no, mucho más aparente, que en su sentir ofrecieron los responsable políticos y policiales catalanes en sus comparecencias.
Alguien debería decirles, a unos y a otros, y al resto de jaraneros con fondo de funeral, que en días de duelo, y más allá de los tres oficiales todavía nos quedan unos cuantos por delante (que pregunten a los madrileños cuánto tardó en cicatrizar el 11-M), los alardes de euforia no sólo son de mal gusto y dudosa humanidad, sino absurdos por intempestivos. Nada hay que celebrar cuando han atacado una de nuestras ciudades, cuando nos han matado a compatriotas y huéspedes, cuando el enemigo ha encontrado al fin un hueco en nuestras defensas y sigue ahí fuera, resuelto a volver a atacar. Pelearse por glorificar a unos centinelas y degradar a otros es un pasatiempo idiota para quien depende de todos para preservar la seguridad de su casa.