James Joyce sabía lo que es convivir con nacionalistas.
Nos lo muestra en "Los muertos", el relato final de su colección Dublineses. La historia se centra en una fiesta de Navidad en la que coinciden un modesto profesor de literatura y una nacionalista irlandesa. Ella –a la que el narrador se refiere como ‘Miss Ivors’– le busca durante el baile y le reprocha, ante el resto de invitados, que escriba para un periódico unionista.
Él –de nombre Gabriel– se sobresalta y luego hace memoria: sí, publica reseñas literarias en un periódico cuya línea editorial es contraria al nacionalismo. No piensa que eso sea algo incendiario o polémico, pero al parecer ella sí.
“- ¿No te da vergüenza?
- ¿Por qué debería sentir vergüenza?
- Pues a mí me la das. Escribir en un panfleto como ese. No te habría tomado por un West Briton”
(West Briton, en la Irlanda de 1914, significaba más o menos lo mismo que botifler en la Cataluña de 2017.)
Miss Ivors sigue con su andanada. Reprocha a Gabriel irse de vacaciones a Francia y Bélgica, en vez de empaparse en la pureza telúrica de la Irlanda rural. Le reprocha que estudie francés y alemán en vez de gaélico. Sigue y sigue con sus acusaciones hasta sacarlo de sus casillas. Poco después ella se despide y se marcha de la fiesta.
Lo interesante de la escena es que Gabriel, el no-nacionalista, sabe que quien tiene la razón es él. Sabe que los argumentos de la otra están equivocados, que ella está siendo tan injusta como descortés al abordarle de aquella forma. Y no se arredra a la hora de rebatirla: cuando ella le reprocha que no esté aprendiendo ‘su’ lengua, él responde que su lengua materna es el inglés, no el gaélico. Cuando ella le acusa de no conocer su país, él reivindica su libertad para decidir qué relación establece con su lugar de origen: “a decir verdad, estoy harto de mi país”.
Pero –y aquí está el núcleo del asunto- la razón aparece como una fuerza imperfecta, inacabada. Gabriel observa que Miss Ivors vive su nacionalismo con mucha más plenitud y satisfacción que las que él siente al defender la sensatez. Él pasa el resto de la fiesta afectado por aquella discusión; ella, en cambio, se marcha alegre, feliz de haber cumplido con su deber patriótico de señalar y avergonzar. La vivencia simple del nacionalismo es, para ella, perfectamente embriagadora. No deja hueco para nada más. La razón de Gabriel, en cambio, deja resquicios por todas partes: así funciona el sano principio de la duda. Su razón no es apasionada, sino meramente civilizada. Por eso se siente, de alguna forma, como el perdedor de la discusión. Y por eso acaba hundiéndose en una profunda tristeza.
Nadie sabe qué ocurrirá este domingo en Cataluña, pero podemos suponer que se avecinan días terribles. Suceda lo que suceda en el simulacro de referéndum, y en los días posteriores, el relato victimista y exaltado del independentismo catalán se endurecerá. Miles de personas instaladas en el delirio identitario y amarradas a una lógica falaz se sentirán (y se mostrarán) perfectamente plenas, perfectamente embriagadas coreando sus consignas y cantando sus himnos.
Si para muchos será desazonador ver todo esto por la tele, imagino que será mucho peor para quienes lo vean bajo sus balcones. Ellos sabrán que tienen la razón, que están cargados de todos los argumentos; y, sin embargo, imagino que les embargará una profunda tristeza.
Pues bien, defendamos esa tristeza. A pesar de las apariencias, en ella anida también una enorme fuerza, moral y emocional. Y no es un callejón sin salida, sino otra herramienta con la que construir el futuro. El título del relato de Joyce es equívoco: la tristeza no pertenece a los muertos. Pertenece a los vivos.