A la España constitucionalista se le ha torcido el gesto. Parece que la entrada en prisión preventiva de Junqueras y el resto de ex consellers ha desinflado el optimismo que siguió a la aplicación del 155. No parece que se dude seriamente de que aquella medida tenga razón jurídica, ni de que sea deseable que la Justicia se rija por sus propios tiempos, en vez de estar supeditada a los de la política. El desánimo parece deberse, más bien, a que el nuevo escenario nos recuerda aquello que seguimos empeñados en olvidar: que el conflicto catalán va para largo.
Esta ha sido, precisamente, una de las claves de lo que ha venido sucediendo en Cataluña: la asimetría de los plazos que han contemplado los dos bandos. Mientras el independentismo –con todas sus incoherencias, e incluso con sus momentos de gran improvisación– siempre ha pensado en el largo plazo, el constitucionalismo siempre se ha movido en los plazos más cortos posibles. Mientras que uno se ha centrado en engordar su masa social e ir haciéndose con el control de los mecanismos nacionalizadores (educación, símbolos colectivos, esfera pública), el otro ha preferido ir sobreviviendo de una encrucijada a otra.
La diferencia es comprensible, toda vez que uno de los bandos se mueve según la lógica nacionalista, con sus plazos tectónicos y con esa hipermetropía que presenta fechas distantes (1640, 1714) como si hubieran ocurrido ayer. El otro bando, por el contrario, se mueve según la lógica más banalmente democrática: la del ciclo electoral. Así entendemos que, en los meses anteriores al 1 de octubre, tantos sectores del constitucionalismo estuvieran convencidísimos de que todo aquello era una mascarada de cara a unas elecciones autonómicas. Y así entendemos que, cuando aquella predicción falló, se optara por darle nueva vida convocando las elecciones del 21-D.
Así entendemos, en fin, que el constitucionalismo oficial siga jugándolo todo a ganar en el corto plazo, mientras que el independentismo continúa poniendo toda la carne en el asador para ganar adeptos, sean adolescentes con estelada o comunes integrados. Consideremos, por tanto, que lo más preocupante no es que Rajoy pueda haber cometido un error convocando elecciones tan pronto. Ni siquiera lo es que los independentistas puedan ganar el 21-D con una candidatura única que incluya a los colaus. Lo que nos debería consternar es que no parece existir una estrategia para lidiar con ese escenario.
Ahora se ve con claridad que lo que ha venido pasando entre las élites nacionales como pensamiento a largo plazo se ha reducido, en realidad, a tres teorías defectuosas. De un lado hemos tenido la famosa teoría del suflé: la idea de que el independentismo era una infección epidérmica que se curaría con el paso del tiempo y con la recuperación económica. Una teoría que minusvaloraba tanto la capacidad movilizadora de la lógica identitaria como la fuerza de los intereses creados durante décadas de hegemonía nacionalista.
De otro lado, hemos visto la teoría del “nuevo encaje para Cataluña”: la idea de que se puede alcanzar una estabilidad duradera entregando algo de calderilla nominal y competencial al nacionalismo. Una teoría que obvia que esta ha sido, precisamente, una de las dinámicas que nos han traído hasta aquí. Y finalmente hemos tenido la teoría del referéndum pactado: esa que se presenta como una solución a largo plazo cuando encarna, en realidad, el cortoplacismo de quien resuelve problemas complejos echando una moneda al aire.
El constitucionalismo debe, por supuesto, ir con todas sus fuerzas a ganar el 21-D. Pero igual de urgente es que reflexione sobre cómo se puede ganar en Cataluña en el largo plazo. Y un buen punto de partida sería dejar de hacerse trampas en el solitario.