El peligro de escribir esta columna es la desnudez, sobre todo cuando uno se obliga a no hablar de política por salud, por cobardía, -sí, con todas sus letras-, y porque hay columnistas mucho mejores, más osados y más capaces de autopsiar las noticias. Todo para ellos; para mí, la vida. He optado por las carreteras secundarias, a lo mejor, para evitarme la transitada autopista de la actualidad que está colapsada de desquiciados. Menudo julepe siente uno cada vez que amanece, por Dios. Quita, quita. Fus, fus. Cada noticia es un triple salto mortal. Así que, opto por sintonizar con las cosas cotidianas y dejo a un lado las “últimas horas” por repetidas. Resultado: un obseso del costumbrismo. Es una traición absoluta al periodista que duerme entre pecho y espalda, pero tanto me da. Ya despertará el día menos pensado.
Y resulta que hoy estamos ante la columna número cien. Oh, cielos. Cien columnas que no sé todavía si son jónicas, dóricas o corintias. Cien retahílas de camas, calles y pueblos.
Debería, como en la danza de los siete velos, desprenderme del último pañuelo y soltar la mundial; arremangarme, desvestir el pudor, quedarme en pelotas y apostar por letras desnudas ante los lectores fieles. Confesar que me enamoré perdidamente dando las noticias, que cerramos la puerta del camerino con llave, que jamás pude acabar el libro de fulano por cargante y que con zutano, tenían razón, me llevaba fatal. Decir que lloré amargamente con la publicación de una novela sobre el hijo de un irlandés, que la primera no la volvería a escribir ni harto de tinto, que me gusta la segunda copa de vino, y la tercera, que no soporto el aburrimiento ni a los aburridos, que llegar a las firmas de libros me da mucho pudor, que me dopo antes y después, que me gustaría haberle cantado las cuarenta a aquella diva, que los libreros hipsters me dan pereza nivel extremo, que no hubo fiestas como las de la planta 31, que mentí muchas veces en las entrevistas para divertirme, que no he leído el Ulysses y que algunos miedos a la hora de escribir no se van ni con agua caliente.
Pero para qué martirizarse con rancheras si lo que me va es el bolero. Pasando. No diremos nada de lo anterior a modo de chimpún centenario. Así que les ruego que me disculpen, de antemano.
Con la presente ya son cien columnas de El Peatón en este diario de leones y leonas. Y antes de escribir esta mañana tuve el arrojo –llamadle coraje- de leerme las noventa y nueve piezas correspondientes a mis dos años en El Español.
“¿Cómo escoge los temas de sus columnas?”, me preguntó un estudiante de periodismo esta misma semana en un bar. No lo sé. Bueno, a él le dije que la actualidad manda. Pero era mentira. Escribo lo que me da la gana, con voluntad y empatía hacia las cosas pequeñas. Aquellas pequeñas cosas que las mató el tiempo y la ausencia. Aquellas que tienen boleto de ida y vuelta. Las que -permiso, Serrat- nos dejó un tiempo de rosas en un rincón, en un papel o en un cajón.
Recuerdo una vez, cuando aún escribía en un periódico de pueblo, en que se me echaba el tiempo encima y no tenía tema para llenar mi página de opinión. Me levanté de mi mesa y hablé con el director. “No encuentro salida”, le dije. Boro Barber, mi entonces jefe, me señaló la puerta, “vete al bar, allí encontrarás la actualidad”. Así que, como un bienmandado, me fui a la cafetería. Las charlas no me sugerían nada, era diciembre, pedí mi café bien fuerte y esperé al Espíritu Santo. El suelo estaba fregado y, como se hacía entonces, habían desplegado hojas de periódicos para no resbalar. Ahí estaba todo. En el suelo. Como un zoco de Tánger. Titulares, fotos, columnas, opiniones, chistes, horóscopos, necrológicas, estrenos, masajes y corruptos.
Todo pasa. Todo caduca. Hasta lo que hoy vemos importantísimo en el titular grandilocuente. Así que, con su permiso y a mi merced, seguiré fijándome en las hojas muertas que arrastra el viento, en la marca de la cucharilla del café que has bebido y en cómo te giras hacia mí cuando cierro la puerta.