Los tuits de Assange, las informaciones de los corresponsales, los editoriales en medios extranjeros, las entrevistas a líderes indepes y, ahora, el remoloneo de la justicia belga. A lo largo de este otoño España se ha vuelto a enfrentar a uno de sus fantasmas recurrentes: ¿qué piensan de nosotros en el extranjero? O, por ser más concretos: ¿por qué piensan mal de nosotros?
Es comprensible que a lo largo del procés se haya dado bastante importancia a la opinión extranjera. La reacción de la comunidad internacional ante una DUI siempre iba a ser fundamental en el devenir de esta crisis. E interpelar a los periodistas extranjeros que difunden información sesgada sobre España supone una saludable muestra de orgullo y de ausencia de complejos. Pero hay algo que solemos pasar por alto en nuestros cíclicos rituales de indignación por lo que se dice o se publica acerca de nuestro país. A saber: que los medios y los gobiernos extranjeros no hacen sino amplificar discursos que creamos aquí mismo.
Esto se ponía de relieve en el célebre artículo de Antonio Muñoz Molina sobre Francoland. Todo comenzaba cuando “una profesora alemana me dijo que, según le acababa de contar alguien de Cataluña, España era todavía 'Francoland'”. El escritor dirigía su indignación hacia aquella profesora, convertida en símbolo de los extranjeros que están dispuestos a comprar cualquier actualización de la leyenda negra. Pero ¿no habría que alarmarse más por el español que, con muchísimo mayor conocimiento de causa, le había dicho aquello acerca de su país?
La causalidad aquí es fundamental. La idea de la España tenebrosa no estaría reviviendo en las instancias judiciales belgas si no hubiera tantos españoles empeñados en difundirla. Empezando por el expresidente de una de nuestras comunidades autónomas.
Y el fenómeno va más allá de la crisis catalana. Desde Antonio Pérez hasta Oriol Junqueras, han sido legión los españoles que han difundido con entusiasmo cualquier nuevo capítulo de la leyenda negra. Nadie ha tachado de “neofranquista” a la democracia española con tanta profusión como ciertos sectores de nuestra política y nuestra cultura. La descripción que hizo recientemente el corresponsal Jon Lee Anderson de los españoles como seres inmaduros, incapaces de afrontar sus pecados (fueran estos, según su relato, las fosas del franquismo o las cargas policiales del 1-O), solo es una actualización del discurso de la memoria histórica; ese en cuya exportación al extranjero colaboraron tantos escritores, profesores y políticos españoles.
O pensemos también en la plataforma mediática internacional que ha tenido Podemos desde que este partido se convirtió en la niña bonita de la extrema izquierda europea. Owen Jones no dice nada acerca de nuestro país que no esté extraído directamente del argumentario de Pablo Iglesias.
La solución a todo esto no es, evidentemente, caer en el chantaje interesado de quienes piden que se cuide la “marca España”. Toda democracia necesita que su ciudadanía esté armada de una predisposición fuertemente crítica, sin la cual resultaría imposible identificar y resolver los problemas del país. Lo urgente es, más bien, evitar el espejismo victimista; ese según el cual nuestros problemas serían obra de un mundo exterior que no nos respeta. Porque a ese mundo, en realidad, le importamos bastante poco. Cuando habla de nosotros es porque le hemos animado a hacerlo, y en los términos que le hemos aportado de antemano.
La batalla de opinión que más urge, en fin, sigue siendo la nacional. Porque el problema no es que algunos belgas o algunos británicos o algunos estadounidenses no se tomen en serio la democracia española. El problema es que no se la crean varios millones de españoles.