Y al final del camino, aquí es donde nos vemos, sometiendo al metro patrón de los belgas el tamaño y las proporciones de nuestra democracia, nuestro Estado de derecho y nuestro código penal. Ese era el desenlace buscado y ansiado por el president a la fuga y sus asesores legales; y de él esperan, el uno y los otros, extraer el combustible dialéctico para sostener su lucha agónica. Puede parecernos un giro desairado, y sin duda lo es; pero antes de proceder a la ligera al repartimiento de culpas, y cargárselas todas al exgobernante felón, ese que utilizó las atribuciones que le conferían las leyes como representante del Estado para mejor vulnerar unas y tratar de dinamitar el otro, y que puso luego rumbo a donde consideró que tenía más opciones de enredar, quizá no esté de más reflexionar sobre si no pudieron encararse los acontecimientos de otro modo, que no pusiera el prestigio y el crédito de España en la balanza de un juez bruselense.
Que personas sin coraje para arrostrar las consecuencias de sus actos busquen escabullirse es algo que difícilmente puede impedirse; sobre todo, si las mueve la ración suficiente de miedo y disponen de las ventajas procesales que el esquivo Puigdemont era consciente de tener a su alcance. Sin embargo, de haber sido otro el itinerario, con más y mejor y más inteligente acción intermedia por parte del gobierno español, el fugitivo presidencial habría llegado en peores condiciones a la encrucijada judicial en la que ha de ventilarse su futuro. Peores para sus propias expectativas personales y también para las que tiene de dañar la imagen internacional del país al que notoriamente aborrece.
Sea como fuere, ahí está y la fiscalía belga ya ha empezado a marcar las primeras distancias, discutiendo la procedencia en este supuesto de algún tipo penal imputado por la juez española. Ya es una enmienda y una tacha, que el independentismo y su cada día más estrafalario representante en Bruselas se ocuparán de vender como argumento legitimador de su causa y deslegitimador de las acciones y el carácter del Estado español. Ahora bien, lo que cuenta es que aun habiendo cuestionado esos tipos penales concretos el fiscal se muestra de acuerdo con la ejecución de la euroorden de detención, y que el plazo concedido a las defensas lo es para que aleguen contra esa postura, nada halagüeña. De su destreza, y de la predisposición de los jueces a atender sus argumentos, dependerá la solución del caso.
Quizá, al final, no importe tanto si Puigdemont sigue siendo una lata para los belgas o un recluso en Madrid bajo acusación rebajada en aplicación de la orden de entrega. Por una vía o por otra, su destino es la irrelevancia histórica, después de habernos infligido tantos, tan diversos y tan vanos dolores de cabeza.