Un cabecilla semejante solo surge en circunstancias especiales, en el marco de una severa crisis de valores y de confianza en el sistema político, social y cultural. Pero eso no basta para explicar el comportamiento del grupo más afín, dispuesto a todo.
Quizá un estudio profundo de las sectas permita columbrar alguna pauta, siendo la principal esa disposición a interpretar indefectiblemente los hechos que van sucediendo como un aval a las propias teorías, aun cuando aquellos resulten perjudiciales para todo el mundo: para la comunidad y para los miembros mismos de la secta.
No temían la cárcel. Antes de perpetrar los actos que los llevarían a prisión, y justo después de ellos, una sonrisa de satisfacción adornaba a la cohorte, desatando una incómoda disonancia en la opinión pública, que verificaba, atónita, la pauta: los “creyentes” consideraban que sus absurdos postulados cobraban fuerza con la catástrofe. Mientras tanto, el líder sectario, el responsable último de haber inoculado una lógica abyecta en tantas mentes inmaduras, siempre podía argüir que, en realidad, él no había cometido delito alguno, que los autores reales eran otros.
En ratos de ocio rasgaba la guitarra. Impostaba un cierto tono de protesta y crítica social aun cuando su batiburrillo de ideas retorcidas y relatos improbables no había evitado posiciones supremacistas cada vez más evidentes. Sigue resultando incomprensible que tanta gente que no lo ha conocido exprese por él muestras de admiración e, incluso, de apasionada entrega. Paradójicamente, los más próximos, los que le obedecieron en la etapa fatal, fueron despojándose poco a poco de su lealtad, retractándose de sus actos y de sus palabras, reconociendo públicamente que lo que habían hecho no tenía sentido, y que habían actuado bajo el influjo del pensamiento grupal, que puede cobrar a veces una gran fuerza irracional y terrible. El paso por la cárcel no es ajeno a este tipo de despertar a la razón, de recuperación del sentido común y de asunción de las normas. Dejemos en suspenso su sinceridad.
En estos supuestos, el líder se va quedando, en verdad, solo. Su trabajo de proselitismo alcanza entonces a quienes, ajenos al delito, idealizan actos reprobables. Tales adhesiones sobrevenidas suelen delatar carencias de los más diversos tipos, y permiten a los nuevos iniciados sentirse protagonistas, por cercanía a la causa, de acontecimientos que reputan históricos y que, ciertamente, pueden serlo en la medida en que el adjetivo no prejuzga cariz moral alguno. Como fuere, el viejo líder sectario ha desaparecido. Charles Manson ha muerto.