Referéndum y diálogo. Desde sus comienzos, el proceso del brexit ha venido marcado por los dos elementos que tantas voces reclaman en España. David Cameron organizó un referéndum para resolver un conflicto constitutivo de la identidad británica -la relación con Europa-, y tanto antes de la votación como después hemos asistido a lo que deben de imaginar los del parlem, al menos en términos plásticos: apretones de manos, sonrisas ante las cámaras, trajeados burócratas sentados frente a frente, carpetas con informes, ruedas de prensa, filtraciones.
Hay diferencias evidentes entre esta situación y la crisis catalana, y en cualquier caso nadie imagina que los sectores más delirantes del independentismo vayan a tomar nota de las lecciones del brexit. Pero esto no significa que no valga la pena reflexionar sobre ellas. El principio de acuerdo anunciado ayer, por ejemplo, nos demuestra que para Reino Unido este proceso ejemplar está resultando bastante ruinoso. A corto plazo, el país será más pobre tras el pago de una factura de salida de unos 45.000 millones de euros. Esto resultará indignante para muchos partidarios del brexit, pero ¿qué esperaban de una negociación en la que el otro lado es mucho más poderoso y tiene todas las cartas?
Aún peor, la factura se ha fijado sin que se sepa exactamente si la nueva relación comercial entre Reino Unido y la UE será sustancialmente distinta a la que había antes. La necesidad de mantener abierta la frontera entre Irlanda del Norte y la República irlandesa ha obligado a incluir una cláusula en el acuerdo, según la cual es posible que tras todo este proceso Reino Unido siga ciñéndose a los marcos regulativos que tanto irritaban a los eurófobos.
Igual de preocupante es que este proceso no está cerrando la fractura entre eurófobos y partidarios de la permanencia en la Unión Europea. El líder de los primeros, Nigel Farage, se declaró ayer indignado por la presunta humillación nacional que supone el acuerdo. La organización Leave.EU directamente tachó de “traidora” a Theresa May. No debería sorprendernos: cuando los duros ven que su estrategia no ha conducido al Paraíso prometido, su única solución es volverse contra quienes llevan las riendas del proceso. Recuerden las 155 monedas de plata.
Pero quizá lo que más llama la atención es el elemento temporal. Reino Unido votó a favor de separarse de la Unión Europea en junio de 2016. Su abandono del bloque comunitario no será oficial hasta marzo de 2019. Theresa May ya ha pedido que, tras esta fecha, se abra un periodo de transición de dos años -es decir, hasta 2021-, durante el cual su país seguirá aportando al presupuesto europeo y ciñéndose a las reglas comunitarias. El acuerdo anunciado el viernes señala, además, que el Tribunal de Justicia de la UE seguirá teniendo jurisdicción sobre algunos asuntos en Reino Unido durante ocho años; es decir, hasta 2027. Quienes votaron por el Paraíso en 2016, por tanto, verán pasar más de una década antes de que este empiece a ser posible. Y solo posible.
Quizá sea esta la mayor lección de la experiencia británica con el brexit. La pulsión separatista promete realizar una de las máximas aspiraciones de nuestra época: la capacidad de cambiarlo todo de forma instantánea, el poder personalizar la nación como uno personaliza su muro de Facebook o su suscripción de Netflix. Pero, en realidad, la pulsión separatista solo conduce a aquello que más detesta el siglo XXI: la espera, el retraso, la postergación. La catarsis que supone el principal atractivo de estos movimientos se diluye como un azucarillo; la frustración aguarda tanto si se cruza el Rubicón como si no.