La rotunda victoria en votos y escaños de Ciudadanos, la primera de un partido no nacionalista en unas elecciones autonómicas catalanas, es una conquista cuya relevancia puede resultar difícil de comprender para cualquiera que no haya vivido durante los últimos cuarenta años inmersionado a la fuerza en la irrespirable atmósfera del pantano carlista catalán.
Pero no servirá de nada.
No servirá de nada porque casi 200.000 catalanes han votado a un partido que presume de gandhiano pero en cuya lista electoral figuran antiguos terroristas y otros no tan antiguos simpatizantes de ETA. De la ETA que mató a veintiún catalanes el 19 de junio de 1987 en un centro comercial de Barcelona.
No servirá de nada porque más de 900.000 han votado a un partido cuya lista electoral rebosa presuntos delincuentes. El primero de ellos su líder, fugado en Bruselas, repudiado por Europa y acogido por la ultraderecha belga. Un partido heredero, ideológica y financieramente, de la CiU de los casos Palau, 3%, Pretòria, ADIGSA e ITV. Un partido que ha convertido Cataluña en la región más corrupta de España (y esto son datos oficiales). Es decir en la región más corrupta de Europa si atendemos a sus propias denuncias de España como “el país más corrupto de Europa”.
No servirá de nada porque más de 900.000 catalanes han votado a otro partido cuyo historial de méritos presiden dos golpes de Estado y una guerra civil, además de los más de ocho mil catalanes asesinados bajo el mandato de su principal referente histórico, un fanático llamado Lluís Companys. Un partido al que no se le cae la palabra “amor” de la boca pero que ha albergado en su seno a los más desacomplejados xenófobos nacidos en este rincón del noreste peninsular, con Heribert Barrera al frente de todos ellos y un Oriol Junqueras al que le gusta buscarse semejanzas genéticas con los franceses y diferencias, también genéticas, con los españoles.
Y no servirá de nada porque otros 300.000 han votado a un partido que se dice no independentista, Catalunya en Comú Podem, pero cuyas diferencias con ERC, JxCAT y CUP son las mismas que las existentes entre wahabismo y salafismo: minúsculos matices doctrinales, imposibles de percibir por un observador imparcial, para clérigos y catedráticos de la cosa.
"Dos millones de catalanes independentistas no van a desaparecer el día después de las elecciones", se han hartado de decir durante los últimos meses esos fanáticos nacionalistas, generalmente pertenecientes a la izquierda caviar, que se pretenden equidistantes entre el criminal y su víctima. Muy bien, yo tampoco creo en la magia. ¿Pero acaso han desaparecido hoy los más de dos millones de catalanes que no votaron ayer independentismo?
Que de forma sistemática se ponga el foco en los catalanes nacionalistas como si fueran merecedores de algún tipo de prerrogativa por el mero hecho de existir mientras esos mismos catalanes nacionalistas siguen votando a partidos que en países europeos tan poco sospechosos como Francia o Alemania ya habrían sido ilegalizados por incitación al odio es señal de que el problema catalán, ese que no queda más remedio que conllevar, no es político sino moral.
En Cataluña no hace falta diálogo, como pedía ayer Marta Rovira, sino ley. Que es como se solucionan los problemas morales en el siglo XXI. Si algo han dejado claro estas elecciones es que la llegada de la modernidad a una Cataluña anclada en los mitos románticos de finales del siglo XIX se está retrasando más de lo conveniente. Pero este es el país que tenemos y con estos bueyes hay que arar.