Esta pequeña es Aya Ben Hamdouch, la niña de ocho años que revolucionó el patio de butacas en la ceremonia del sorteo de Lotería de Navidad por el entusiasmo con que cantaba los premios de mil euros.
La historia de Aya, su emoción sencilla y contagiosa, sacudió las redes sociales, se convirtió en comidilla a la hora de los brindis y acaparó la atención de los telediarios por motivos no tan discernibles.
Reducir su mañana de gloria a una cuestión de azar, convertirla en un mero efecto de la ternura que admiramos en la infancia o atribuirlo a su entusiasmado e inimitable fraseo de los números sirve de explicación, pero parece también el modo más rápido de desperdiciar uno de los pocos motivos de alegría, sin letra pequeña ni efectos secundarios, que nos ha deparado esta semana.
Se me ocurren diez razones, pero seguro que hay muchas más, por las que Aya Ben Hamdouch se ha convertido en nuestra Thousand euros baby.
Por encaramarse al micrófono con la resolución que aprendimos en las copas de los árboles, cuando trepar y encaramarse eran formas evidentes de llegar al fondo del cielo
Por despertar a la platea del Teatro Real de un amodorramiento psicodélico: personas mayores disfrazadas de pollitos y piratas dando cabezadas frente a un bombo flanqueado de notarios.
Por desobedecer al funcionario que la conminó a corregirse: “Cielo, no tienes que alargar tanto los mil euros”.
Por demostrarnos a todos que la candidez apasionada es sumamente subversiva.
Por convertir una ceremonia dyckensiana en una fiesta divertida y chispeante.
Porque la ilusión desprecia el orden monetario del mundo y porque la llana alegría desconoce el valor del cambio.
Por cantar como un jilguero.
Porque todos nos olvidábamos de nuestros décimos y queríamos que fuera ella quien cantara el premio gordo.
Porque dejó con ganas de ¡miiiiiiiil euros! incluso a quienes no creen en la Lotería.