Habíamos visto a niños corriendo encierros, a niños hechos al bramido y la sangre de las reses en las plazas de toros, a niños conduciendo vehículos de gran cilindrada, a niños practicando deportes de riesgo e incluso a niños disparando armas de fuego junto a sus progenitores. Pero de todas las actividades inapropiadas protagonizadas o participadas por menores no se me ocurre ninguna que haya generado tanta controversia como el show de dos strippers que un "millonario excéntrico" -el adjetivo se las trae- regaló a su hijo pequeño el día de su duodécimo cumpleaños.
La imagen, un fotograma de un vídeo doméstico grabado por los acompañantes del chiquillo, está mal iluminada y resulta indefinida y brumosa, pero el motivo sexual y la atmósfera prostibularia confieren a la composición el atractivo estético de la imperfección. Dos bailarinas en ropa interior se contonean y embuten al muchacho con su mercadería. Una chica ríe mientras posa la mano de la criatura en el seno de su partenaire. Los tres parecen absurdamente divertidos.
El conjunto es grotesco e iguala la zafiedad y el mal gusto de un rico estadounidense del siglo XXI -sabemos que el vídeo se emitió en Los Ángeles- con los ritos de iniciación más sórdidos de nuestros antepasados no tan lejanos. No hace tanto, en España, muchos chicos hacían el amor por primera vez en burdeles y casas de citas adonde eran acompañados por sus padres, hermanos y tíos apenas iniciada la adolescencia.
He oído y leído decenas de historias de ese cariz. La entrada de los hombres en la edad adulta requería el peaje de una porción nada desdeñable de brutalidad. En el barrio, en el pueblo, en el instituto, y en las novelas y relatos de Cela, Marsé, Vicent o Ferran Torrent, el costumbrismo aparecía en sus versiones más duras y procaces.
Para ser mayor tenías que fumar, que beber, que drogarte y que follar aquí y ahora; todas al fin y al cabo expresiones distintas del sometimiento de la carne a pasiones y pulsiones de muerte. Pero más que esta singular conexión espacio-temporal del hombre que proyecta felizmente sus costumbres feroces sobre los menores a su cargo me han llamado la atención los comentarios que esta historia ha suscitado en las redes sociales.
Que si el defensor del menor, que si pobre niño, que si la cosificación de la mujer, que si a la hoguera. Todas opiniones previsibles -y probablemente compartibles- que ponían el acento de la responsabilidad sólo en el padre y en sus acompañantes, pero nunca sobre esas dos mujeres adultas que, por dinero o por lo que sea, se prestaron a pervertir la sensualidad de un adolescente. Cosas del machismo.