Debido a la imaginería procesionaria, pocas conmemoraciones ofrecen tantos motivos de confrontación como la Semana Santa. En estas fiestas convergen tradición y presente, pasión y costumbre, espíritu y materia sin que -por lo visto- estas colisiones anuales sirvan de revulsivo a la España airada.
Dicen que una serena aceptación de las paradojas procura tolerancia, si hay salud. Por contra, cuando impera la insania, los sujetos repelen con violencia las tensiones propias de la ambivalencia.
A tenor de las polémicas de los últimos días sobre el protagonismo castrense en 200 actos religiosos y sobre las banderas a media asta por la muerte de Cristo en cuarteles y sedes de Defensa, cualquiera diría que la nuestra es una sociedad cada vez más enferma: la enfermedad del absurdo.
No se me ocurre nada más alejado del espíritu de tolerancia que subyace en el laicismo que invocar ese precepto constitucional para arremeter contra el Gobierno y contra los militares por implicarse, como han hecho siempre, en las procesiones. Guerreros y sacerdotes confundidos; una comunión anterior a las Cruzadas. Y lo más cínico es que los paladines de la indignación son los mismos que hacen de sus prejuicios sobre el Ejército y la bandera el andamiaje de su identidad.
Llevado a un extremo, ese laicismo de trinchera también justificaría empalar a los alcaldes que cortan las calles y plazas de nuestro Estado aconfesional para pasear santos y vírgenes; o para clausurar las capillas de los hospitales y centros penitenciarios: pobre beato Junqueras, rex de los indepes.
Un síntoma de que la enfermedad del absurdo avanza, es que la izquierda supuestamente real -el PSOE vía, por ejemplo, Zaida Cantero- se haya subido al carro de la polémica al ritmo que marcan los cornetines de la estridencia progre.
Como imagen editorial, ésta tomada en Palafolls, Barcelona, el Jueves Santo, cuando la Hermandad de Caballeros Legionarios tuvo que ser escoltada por los Mossos ante el asedio de una centuria de antifeixistes.
La foto es grandiosa -nunca mejor dicho- porque la rudeza de estos caballeros legionarios haciendo de camilleros del Cristo de la Buena Muerte desaparece por ensalmo. Observando la imagen es difícil saber si entran o salen de la furgoneta, si el Cristo se queda o marcha al exilio o al desván, si vencen los soldados o huyen de las hordas; y ese interrogante convierte la composición en una extraordinaria pietà.
Para colmo, el alcalde, un tal Valentí Agustí i Bassa, del PSC, se ha apresurado a recoger la siembra de la cizaña que él mismo ha abonado anunciado que el año próximo promoverá una consulta popular para permitir o vetar a los lejías en la procesión. ¿A esa adulteración se reduce su sentido democrático?
No sé dónde leí que, durante la República, en el Ateneo de Madrid, se votó la existencia de Dios y salió nones... por un voto. Democracia asamblearia, derecho a decidir, ya saben, volem votar. Dos mil años de Historia no han servido de nada:
“¿A quién queréis: a Jesús o a Barrabás”?