A todo esto, ayer salió mi novela. Sé que esta columna suele tener ecos costumbristas, que me gusta retratar la normalidad de cuatro emociones pasajeras y que los viernes, pues bueno, saco a pasear mis palabras por la calle. Pero ya que este territorio es mío, y tengo pasaporte para hablar de lo que quiera, les digo que he sacado libro. Ha sido niño y se llama Firmamento. Así que hoy me pillan maqueao para algunas fotos y varias entrevistas.
Asumo la promoción como algo inevitable, necesario y entretenido. Desde hoy me convierto en el secretario de mi novela, ella manda. Estoy a sus órdenes, recibo llamadas y voy posando y respondiendo preguntas en su nombre. Ella decide hablar desde la intimidad, frente al lector, en otro sofá y en la butaca de algún tren. Así que me toca a mí levantar el teléfono, ponerle voz y presentar a sus personajes: Ana y Mario.
A veces tengo la impresión de que voy a meter la pata y me entra un sucedáneo de nervios adolescentes; piensan ustedes que los autores o los periodistas somos gente de mundo y que sabremos salir de cualquier pregunta. Qué va. Zarandajas. El caso es que tiendo a la anécdota, busco la mejor frase e intento estar simpático. Mi madre dice que no me suelte porque me conoce. Hazte la vida fácil, no te estreses. Me lo repite. Y cuidado con lo que comes, añade. Muérdete la lengua. Es que yo aquí, frente a la nada, como no sé que saldrá en titulares, voy echando millas. Bueno, peor, veo el silencio del entrevistador y lo lleno. Me dejo llevar. Hablo. Hablo. Hablo. Y claro, como calculo mal las intenciones la cosa sale como sale.
El caso es que un día apareció un titular en letras bien llamativas en el que ponía: soy un fetichista. Omitieron que era un fetichista de París y sus asuntos: las canciones, los cruasanes de mantequilla o de las películas de Godard. Así quedó. “Fetichista”. Y no les digo cómo me encontré el buzón del correo electrónico al llegar a casa. Fotos de mucho miembro, surtido de escotes y variado de salazones. Y a mí, como que no.
Pero lo que me empuja a escribir este artículo es otra cosa. Quiero relajarme, disfrutar del encuentro con los lectores y las lectoras, que, teniendo muchos libros para escoger, pillan el mío. Gracias.
Un día estás en casa mordiéndote el labio, haciendo anotaciones, matando personajes y deshaciendo nudos, y al otro estás frente al lector preguntándole el nombre. Ahí es donde no sé mentir. En esa intimidad improvisada entre libro y firma sobran muchas veces las palabras. Qué placer. Qué mágico.
Firmamento también habla de eso, del silencio que se crea entre dos personas que, con sus contradicciones y sus diferencias, encuentran su lugar. Es efímero, fugaz. Pero te da el tiempo justo para cumplir un sueño y pedir un deseo. Pasa una estrella, un lector, una lectora, y la palabra que nace en tu mesa, cobra sentido. De pronto, la novela tiene volumen. Dice Paul Auster que “los escritores somos seres heridos” y que por eso “creamos otra realidad”. Lo único que uno desea es que le quieran, ¿no?, aunque sea un segundo. Un minuto. Lo que dura una firma. Para ti. Para mí. Atentamente.