La tendencia a engordar el currículum es uno de los males posmodernos: en la época de la titulitis, una simple licenciatura es, a ojos de muchos, un pobre resultado para enfrentarse a la vida, no digamos ya a la política: cuando jamás se ha trabajado fuera de ella (y de eso saben mucho los cargos de los viejos partidos) hay que inventarse una trayectoria universitaria de relumbrón que justifique la ausencia de vida laboral. Por eso se tunea el historial académico: la licenciatura se convierte en doctorado, el cursillo en máster, el inglés de andar por casa en nivel bilingüe, el seminario en Aravaca en diploma de la universidad de la Ivy League.
Transformar los detalles del paso por los estudios superiores es éticamente reprobable, pero además supone una prueba de estulticia: comprobar el engaño es tan tremendamente fácil que el pitorreo te acecha en cada esquina si tienes la tentación de inventarte medallas. Mentir en el currículum es tan antiguo como bailar agarrado: recuerdo a un conocido de mi padre que, sin haber acabado el bachiller, tenía una tarjeta de visita tan atiborrada de títulos como la sala de trofeos del Real Madrid. Pero en el siglo XXI es sencillo desmontar las exageraciones.
Falsear el historial académico es una irresponsabilidad y una cutrez, y si eres un servidor público supone además una profunda falta de respeto a los que te pagan el sueldo. Decir que eres lo que no eres cuando estás en política es, como mínimo, publicidad engañosa que debe ser reprobada. Dicho esto, veo mucha intención de mezclar churras y merinas a cuento del caso Cifuentes.
A la presidenta de la Comunidad de Madrid no se la acusa de presumir de una titulación que no tiene, sino de algo infinitamente más grave y que apunta a una trama de corrupción en una universidad pública. Cifuentes no se inventó un diploma: lo tenía, pero obtenido de forma muy sospechosa. Por eso resulta delirante el intento de sus fieles por sepultar el episodio con el consabido “y tú más”. Los ejemplos con los que se pretende amortiguar la caída de Cifuentes son motivo para el sonrojo, la amonestación y el bochorno, pero están muy lejos de las graves acusaciones que se ciernen sobre la cabeza del PP en la comunidad madrileña.
Atender un cursillo a media hora de la Puerta del Sol y hacerlo pasar por una sesuda estancia en Boston es ridículo, pero no mezclemos a los enfermos de titulitis con los aquejados de males mayores. Unos merecen la risa floja. Los otros, el inmediato exilio de la cosa pública.