España de mis amores, país de combustión rápida, terruño polarizado y faltón: qué aguda memoria guardas de tus años de censura, cómo la proyectas aún, a coletazo loco, en esta democracia tan pintona que se desplaza a gatas. Qué disgusto que tu mano ejecutora del veto -la derecha- haya contagiado a la izquierda, qué mal rollo que todo el mundo ande adherido a la causa de la costura de bocas. Te veo muy remilgada, España, muy irascible en todas tus orillas. Te pones muy fea cuando silencias. “Lo que no me gusta, mejor que no se diga; lo que no me representa, mejor que no exista”, así proceden tus feligreses, tus ciudadanitos de a pie, que han pasado de padecer la censura a ejercerla, porque aquí o todos calvos o todos con tres pelucas.
Este jueves se celebró el día de la Libertad de Prensa, una garantía frágil, cruda, espinosa, a veces francamente obscena; y fue como sacarle una tarta con velas a un muerto. El periodista ya no sortea únicamente presiones económicas y políticas -que bastante tiene, miren esa Ley Mordaza que ojalá pronto sirva sólo para atarnos los zapatos-, sino que se enfrenta a una censura nueva, rabiosa, casi horizontal: la del lector incendiario que reclama su derecho al panfleto, la del corrector ideológico que pide cabezas porque quiere una prensa personalizada.
Me acojoné cuando, ese mismo día, Arcadi Espada se hizo trending topic sin tener siquiera Twitter, que ya es el colmo de la performance: “Tanta atención a los muchachos estos [de La Manada]… yo querría ver si hay algún vídeo de la vida sexual de la víctima. ¿Sobre las víctimas no se puede informar, sólo porque son víctimas?”, lanzó, con mezquindad, en su tertulia televisiva. Las redes se pusieron flamencas y se lanzó a los cielos la cuestión: ¿cómo es posible que Ana Rosa no se cargue a este tipo; cómo puede seguir soltando barrabasadas tan ancho y pancho?
El problema -o la virtud- es que la libertad de expresión está, precisamente, para amparar hasta los comentarios mezquinos. Esto es la democracia, ¿les gusta? ¿Qué tal sabe? A mí a veces -lo confieso- se me indigesta, pero la prefiero porque sé bien cuál es la otra alternativa. De los raperos encarcelados por sus letras y de los cuadros retirados en ARCO pasaremos pronto a los periodistas despedidos por la irascibilidad ya no sólo de sus jefes, sino de sus lectores, sus oyentes o sus telespectadores. En este país se dice poco: “¿Se ha ofendido usted? Pues jódase”. Yo me jodo a menudo y he sobrevivido, créanme, es posible: quizá algún derramillo en el ojo antes de ordenar la artillería y empezar a defenderme. Ocupo mi espacio, no restrinjo el del resto.
El derecho a la libertad de expresión -propio y ajeno- es también el derecho al desbarre: vaya juego incómodo. El otro día leí en un ensayo de Camille Paglia que “en democracia, un discurso ofensivo debe combatirse con otro más ofensivo aún, no yendo a llorar al hombro del gobierno”, ni del medio, ni de papá internet. Nos falta punch y frescura, nos sobra mojigatería. Yo necesito que Arcadi, el rey de la crueldad premiada, exista. Es un referente fundamental de lo que no quiero llegar a ser cuando la vida me amargue y me tuerza el gesto, cuando el cinismo me vaya venciendo, cuando me crea la reina del mambo porque me luce fuerte el pelo y abandone el oficio de periodista para sacar músculo en la verbena. Es un referente fundamental de los peligros, que decía Carlos Barral, de pensar a través de un personaje. Reivindico el cordón umbilical hacia la infamia: ¿qué otra manera tenemos de distinguir, de poner en valor la decencia?
Me preocupa que nuestra manera de contradecir la suciedad sea esconderla bajo la alfombra. No. Yo la quiero aireada y al sol; yo la quiero donde pueda verla. El periodismo, las voces de sus periodistas y las muchas otras que hace públicas reflejan el mundo que es, no el que nos gustaría que fuera. ¿De qué nos sirve un grato debate social sin machistas, sin racistas, sin clasistas, sin podridos morales? ¿Queremos un diario que sólo entreviste a Nobeles de la Paz? ¿Queremos reportajes ejemplarizantes, telediarios sin crímenes ni corrupción? La calma sólo sería aparente, distópica, como aquella de Huxley: ahí afuera regurgitan los indeseables. Para minimizar la maldad, primero, hay que reconocerla. Y después, estudiarla.
Larga vida, ya les digo, a los reventones mediáticos: por ellos entiendo que entre el punkismo y el cantamañanismo hay una taza de cafeína, por ellos sé que existe una rebeldía que no merece la pena. Odio lo que dices, Arcadi, pero, por favor, que no consigan que dejes de decirlo. Me gustas cuando esputas porque nos haces demócratas. Danos pan, audiencia y circo. Sigue ciego tu camino.