En los últimos meses ha sido frecuente ver comparaciones entre el proceso separatista en Cataluña y el proceso del brexit en Reino Unido. Es una comparativa con fundamento: en ambos casos encontramos una pulsión plebiscitaria en un sistema parlamentario, constatamos el atractivo que tiene una propuesta de ruptura sobre la que cada cual puede proyectar su propia utopía, y asistimos a un discurso de confrontación entre una presunta comunidad nacional y un ente extranjero, vaciado, burocrático y liberticida. Por no hablar de que tanto en el caso catalán como en el británico hemos comprobado la vigencia del nacionalismo en pleno siglo XXI y la amplia variedad de velos discursivos que se puede poner la xenofobia.
Sin embargo, la elección de Quim Torra como nuevo presidente de la Generalitat sugiere una comparación con el otro gran éxito nacional-populista de nuestro tiempo: la elección de Donald Trump. Porque los puntos de contacto entre Trump y Torra no se limitan al supremacismo desacomplejado, o al odio activo a la inmigración. Hay un punto de contacto más inquietante que trasciende al individuo en cuestión y que tiene que ver con quienes lo apoyan. Porque lo verdaderamente distintivo de Trump no es el propio Trump, sino el momento en el que un sector importante de la población está dispuesto a aceptarlo como su representante.
Recordemos que una de las claves del ascenso de Trump fue, primero, que arrasara a sus rivales en las primarias del partido republicano y, después, que los votantes de aquel partido se mantuvieran fieles en las elecciones generales. Es decir, la victoria de Trump se basó en convencer a una base política preexistente de que él era quien mejor podía defender sus aspiraciones. Esto pese a que tanto su personalidad como su trayectoria, por no hablar de algunos elementos de su programa como el proteccionismo económico, fueran en contra de los valores y las ideas que supuestamente importaban a los votantes conservadores.
La razón de esto era que, tras décadas de guerras culturales en general y tras ocho años de movilización anti-Obama en particular, las bases del partido republicano priorizaban por encima de todo una lucha feroz contra los demócratas: esa que Trump les prometía librar de manera más puramente visceral. El horizonte político de todo un sector social parecía haberse convertido, sencillamente, en la ofensa al enemigo, la inyección de esteroides en la guerra cultural. Las declaraciones incendiarias y otrora inaceptables del candidato eran percibidas como un mal menor y disculpable en el nombre de la omnipresente batalla contra el Enemigo. El mismo tipo de batalla, en fin, que supone el único punto del programa de gobierno de Torra.
Como en toda comparación, podemos encontrar un millar de diferencias entre ambas situaciones. Podemos destacar la interinidad explícita de Torra frente al ansia personalista de Trump, y también podemos aceptar que quien verdaderamente ha redefinido lo que es concebible y aceptable entre los catalanes independentistas no ha sido Torra sino Puigdemont. Pero, de nuevo, la cuestión no es tanto que el individuo Torra llegue al poder, sino que los votantes de la antigua CiU y de ERC puedan aceptar un presidente así. Que su progresivo desplazamiento hacia un marco político agónico y delirante los haya llevado a promocionar a un tipo que considera “bestias” a los catalanes que hablan en castellano, con una prosa deshumanizadora que va mucho más allá del tuit-calentón.
Los líderes van y vienen -la propia Cataluña del procés da fe de ello- pero la radicalización política queda. Y constatar esto no debería producir ninguna sonrisa de superioridad por parte del constitucionalismo. Cuando llega el momento Trump, el único beneficiario es el ultra de turno. Todos los demás salen -salimos- perdiendo.