Invisible. Un buen amigo me cuenta que se siente invisible, que cuando arranca el día, en casa, se refleja perfectamente en el espejo de su cuarto de baño, pero que luego se debe de evaporar, me insiste con tristeza, porque cuando llega al trabajo ya no le ve nadie, como si ya no fuera, como si se hubiera desintegrado por el camino. El pobre se siente un desaparecido, un hueco sentado en una silla y apoyado en una mesa, alguien sobre el que se pasa por encima sin esfuerzo y al que resulta sencillo humillar porque ni tan siquiera parece existir. No es de esas invisibilidades en las que estás en medio y de todo te enteras, qué va, es de las que no te hace caso ni Dios. Habla y no le escuchan, pregunta y no le responden; las miradas, y por supuesto las palabras, le atraviesan como si fuera transparente.
Mi amigo se dedica a la política y los portazos se agolpan en sus oídos y en sus narices. No debo de ser nadie, me dice. Posiblemente lo fue pero ya no lo es, pienso yo. Debe ser víctima de un sortilegio, porque cuando se levanta es uno y después son dos, el visto y el no visto; y luego, al caer la noche, vuelve a ser uno solo, el original, cuando mete nuevamente la llave en la puerta de su casa. Me recuerda su historia a la del vizconde Medardo de Terralba, al que una bomba turca partió en dos y ambos siguieron caminos distintos hasta que al final de la novela vuelve a ser uno gracias a la magia de Ítalo Calvino.
Al contrario que el vizconde demediado, lo de mi amigo no ha sido fruto de una explosión sino de un enfrentamiento con su jefe. Le llevó la contraria en público y le dijo no más veces de las recomendables. Y desde entonces ha dejado de existir, es como si se lo hubiera tragado un agujero negro, como si deambulara por el limbo hasta que cae la noche y vuelve a ser el que fue. Le doy vueltas al asunto y creo que mi amigo también puede haberse convertido, sin saberlo, en el caballero inexistente, ese paladín incorpóreo dentro de cuya armadura no había nada, que también inmortalizo el genial Calvino.
Mi colega trabaja en el partido más emergente –aunque no sabe cuánto durará– y su jefe directo, desde el último encontronazo, no para de machacarle, de gritarle en público, de hacerle ver que es tonto, un ignorante, que no tiene una puta idea y que las que tiene son gilipolleces, que fue un error ficharle y que si fuera ahora, ni por el forro contaría con él. Mi amigo también está de acuerdo con él en esto último y sabe que el ninguneo esclerotizante de su mandamás tiene un objetivo claro: “Acabar con mi autoestima, que me sienta como un fracasado, como un pendejo al que la mala conciencia corroe. Pero no lo va a conseguir, ni de coña. Soy bueno de cojones”, me dice.
Le digo a mi colega de tantos años que aguante el tipo, que lo suyo se repite más de lo que él cree, que es la vida misma y que no sólo se da entre las bambalinas políticas, aunque es verdad que es en ese caldo de cultivo donde maldad, mediocridad, ambición y envidia crean monstruos más perversos. Monstruos disfrazados de líderes inmaculados que además tienden a pedirnos al resto que nos pongamos en sus manos, que ellos son –Ave María Purísima– el camino, la verdad y la vida. ¡Toma ya!
No sabemos ni mi camarada ni yo cómo acabará lo suyo y lo de tantos otros, pero sueña el pobre con el día en el que pueda volver a fundirse en uno solo sin necesidad de tener que plantarse ante la puerta de su casa.