La detención de Eduardo Zaplana marca un hito en la orografía emocional y memoralística de los periodistas valencianos que empezamos a trabajar a principios de los 90, cuando la ilusión por el oficio verdeaba ingenua como la vocación y el fósforo de aquellas computadoras prehistóricas.
Vimos crecer el mito y a su cohorte de palmeros y supimos, por obra y gracia de Zaplana, que la reputación era una virtud geométrica si se acompaña de presupuestos públicos, y que la adulación podía ser más rentable que el esfuerzo en el ascensor social.
Los cobistas y odiadores de Zaplana crecieron como las setas, de tal forma que en pocos años, en torno a la figura del presidente de la Generalitat, se forjó una leyenda y una idolatría.
Sus compañeros de partido y amigotes contaban proezas dignas del patriarca de los Panero en sus noches de farra; sus enemigos deslizaban acusaciones propias del Gran Maestro de una logia vaticana; y sus grupies se postraban de hinojos con tal convicción, que los principiantes sentíamos en la nuca el aliento de la intimidación cuando tocaba apretarle a él o a su Gobierno en las ruedas de prensa.
Luego Zaplana marchó a Madrid de ministro, llegó Camps, los lameculos siguieron siendo fieles a sus naturales querencias e intereses, y el patetismo de la política fue doblándole la mano a la erótica del poder.
He recordado la audacia y el magnetismo atribuidos Zaplana al ver esta imagen del ex presidente de la Generalitat, ensimismado en el asiento trasero de un coche de la UCO, y no sé en qué momento la piedad le ha ganado la partida al asombro.
El Campeón, como le apodó Julio Iglesias; el Jefe, como le llamaba su círculo; Eduardo, como declamaban sus íntimos deteniéndose voluptuosos en cada sílaba, aparece mirando al vacío, los ojos entornados, el rostro macilento, mientras un pelotón de fotógrafos dispara a discreción su fusilería de flashes.
La luna del vehículo refleja un edificio señorial que pronto quedará muy atrás para el protagonista de esta historia, perdido dentro de un coche en laberinto de sus cavilaciones. Mientras, los camarógrafos asetean el vehículo para fijar el ocaso del ex presidente valenciano con una determinación parecida a la que emplean los ontomólogos en sus colecciones. El conjunto resulta, en definitiva, tan inquietante y tan vertiginoso como el porvenir inmediato de Eduardo Zaplana.