Mariano Rajoy dice que nos deja. Todavía ignoramos si del todo o sólo a medias. Porque no sabemos si además de abandonar la presidencia del Partido Popular y convocar un congreso extraordinario deja también, es lo que debería hacer, su acta de diputado nacional para definitivamente esfumarse de la vida política.
Pero que no se engañen ni él ni su partido: lágrimas y elogios fatuos al margen, Mariano Rajoy Brey no se va, lo van. Y no sale en canoa estando en la cresta de la ola tras la estela de aplausos de acólitos y paniaguados, no; Mariano Rajoy ha caído con estrépito y no se va porque quiere sino porque se le expulsa de la vida política española, se le echa por la puerta de atrás, que no se olvide nadie, con el baldón a cuestas de ser el primer presidente al que el Congreso de los Diputados despide del paraíso.
Aunque sea a medias, la feliz nueva llega con demasiados años de retraso –tuvo que dimitir de todo cuando le pidió a Luis Bárcenas que fuera fuerte y cuando supimos que cobraba sobresueldos, aunque también pudo hacerlo antes– pero más vale tarde que nunca y siempre le tendremos que agradecer a Pedro Sánchez que se lo haya llevado por delante. Siempre.
Ya que, por muy mal que resulte lo del nuevo inquilino de la Moncloa, la primera consecuencia de su asalto a la presidencia del Gobierno es que nos ha librado de un político cobarde y nocivo que amparó la corrupción bajo su manto. Y no sólo: Mariano Rajoy ha presidido el Gobierno más letal para la libertad de prensa en nuestro país. No ha habido, en la reciente Historia de España, uno peor ni más perverso.
Gracias a su autocomplaciente discurso de despedida de este martes hemos descubierto, eso sí, que él acabó definitivamente con ETA (sic), que él pilotó personalmente la abdicación del emérito Juan Carlos (sic), que él fue el artífice de que España no fuera rescatada (sic), que él es el responsable de que tengamos unos datos económicos de primera división (sic), y que nadie como él ha combatido la corrupción en España (doble sic). En resumidas cuentas: él, el y nadie más que él. Pero, insisto, de qué va a hacer con su acta de diputado no ha dicho nada.
¿Querrá seguir en el Parlamento cómo si estuviera muerto y no lo supiera? ¿Aspira quizá a convertirse en un diputado cadáver, como esa novia de Tim Burton? ¿Está dispuesto a plantarse en el Congreso de los Diputados y echar raíces en el asiento como si fuera un higo chumbo armado de espinas como alfileres para quien ose intentar arrebatarle el puesto? ¿O pretende seguir escondido en el bolso de su exvicepresidenta? ¿Quiere quizá seguir abrigándose con esa coraza de aforado de la que tiene tanto miedo de desprenderse? ¿O estará pensando quizá en aquello de las barbas de tu vecino al recordar lo que le pasó a su amigo Sarkozy cuando dejó de ser presidente de la República Francesa? Esperamos que no a todo y que su rendición sea total.
Aunque hay que reconocer que puede estar tentado de intentarlo, ya que el expresidente tiene madera de cactus perfecto y le pega mucho eso de poder convertirse en una maceta vieja de las que están ahí al lado sin que nadie se percate de su existencia. Un cactus de esos que aguantan lo que le echen, que no necesitan nada para sobrevivir y cuya muerte no se visualiza hasta mucho tiempo después. Justo lo que están buscando el Partido Popular y el propio Mariano Rajoy para momentos tan convulsos como estos que se viven.
Pero, por favor, no caigamos en el error, tan español y tan lamentable, de tratar de alabar ahora las virtudes del difunto (políticamente hablando, claro). Los obituarios no se blanquean, y no deben ni pueden modificar ni edulcorar la cruda realidad. Y el que ha sido un nefasto presidente del Gobierno lo seguirá siendo, lágrimas al margen, por los siglos de los siglos.
Tratar de ampararse en que, bueno, era un político educado y elegante aunque no se estuviera de acuerdo con él, es lo mismo que afirmar que el destripador de Yorkshire tenía buen fondo porque se santiguaba antes de desguazar a sus víctimas.