Si hacemos caso a los clásicos, toda calamidad trae consigo una esperanza o, al menos, una oportunidad. La elección de Pedro Sánchez como nuevo presidente del Gobierno conlleva por sí misma dos circunstancias positivas. La primera, más evidente, el cambio de inquilino en el palacio de la Moncloa. M. Rajoy había perdido la poca legitimidad que le quedaba después de la demoledora sentencia sobre el caso Gürtel.
La segunda derivada es más oculta y, a su vez, más compleja de asimilar, pero si buscamos con seriedad el epicentro del terremoto político ocurrido en España, la encontramos. El hecho extraordinario de lo acontecido, la elección como presidente del Gobierno de alguien que perdió las elecciones y que ahora ni siquiera es diputado del Congreso, es posible por la aplicación estricta de las reglas de un régimen parlamentario. Normas que recoge con fascinación nuestra Constitución de 1978.
De ahí que llamen la atención las críticas lanzadas, incluso desde la tribuna de oradores del Congreso, en contra de la forma por la cual Pedro Sánchez ha alcanzado la investidura. Lo mínimo que se puede pedir a los defensores del régimen del 78 es que no critiquen aquello en lo que dicen creer y defienden constantemente como maravilloso. En una monarquía parlamentaria como la española, que ha derivado en una monarquía de partidos al incrustarse las formaciones políticas como partes del Estado, no es el pueblo quien elige el Gobierno.
La libertad política colectiva de los españoles para elegir al poder ejecutivo no existe. Está secuestrada por los partidos políticos con representación parlamentaria. A partir de esta realidad, todo lo que suceda en un Parlamento, respecto a la elección del poder, es posible. Y se hace, siempre, sin que el sujeto de soberanía tenga arte ni parte en este tipo de actuación. Como ha sucedido en esta ocasión: primero al enterrar un presidente y, posteriormente, en la proclamación de su sucesor.
No se puede reprochar el surgimiento de un Gobierno Frankenstein cuando es algo posible y legal
En otra posición nos encontramos los que venimos criticando esta realidad y apostando, al mismo tiempo, por una reforma radical de nuestro sistema político. No se puede reprochar el surgimiento de un Gobierno Frankenstein cuando es algo que, legal y lógicamente, puede tener lugar en un Parlamento igualmente monstruoso. De ahí que, ahora que tanto se habla de regeneración, no sería malo que alguno de los nuevos partidos, en concreto Ciudadanos, que afirma que quiere romper con el “perverso bipartidismo”, sea consciente de que una de las alternativas al bipartidismo es esto: un engendro en forma de Ejecutivo. Una criatura espeluznante con más de 20 cabezas que no ha elegido ni un solo español.
Hay que decirle al ciudadano la única verdad: cuando en las elecciones legislativas acudimos a las urnas, no elegimos un Gobierno ni votamos por una determinada política de acuerdos parlamentarios. En nuestro régimen político el pueblo, como sujeto electoral colectivo, no existe. Es cada ciudadano individualmente el que se limita a manifestar su elección por una lista concreta de un partido político en una circunscripción determinada. Tampoco elige representantes, se limita a seleccionar unas siglas políticas y, al introducir el voto en el receptáculo, refrenda una lista cerrada y bloqueada de candidatos precocinada por las cúpulas de los partidos políticos.
Una auténtica regeneración pasa únicamente por un cambio de nuestro régimen político. La solución es el presidencialismo. Un sistema de elección directa del poder ejecutivo por parte del pueblo, como ocurre en EEUU o en Francia, es la única manera de acabar con los Gobiernos Frankenstein o sus generadores parlamentarios. Además, es la única forma real y auténticamente democrática de evitarnos el chantaje permanente de los nacionalistas. Esos cinco diputados del PNV que, para más humillación, se ríen en sede parlamentaria de la nación española. Si no lo hacemos, lo de menos sería el riesgo de convertir, como ocurre en Italia, a la crisis parlamentaria en nuestro propio sistema en sí. En nuestra situación política, es la unidad de España lo que corre peligro. Como me decía el otro día mi hijo: el régimen parlamentario es tan peligroso como si Pep Guardiola resultara elegido entrenador del Real Madrid porque así lo decide el Athletic Club de Bilbao.
*** Javier Castro-Villacañas es abogado y autor del libro 'El fracaso de la monarquía' (Planeta, 2013).