A Rafael Nadal, lo ha confesado en París, le gustaría volver a votar. A la mayoría de los españoles, probablemente también. No solo porque al presidente actual no lo han elegido los ciudadanos; no solo porque la situación en el Congreso se enrareció tanto el jueves pasado que solo un puñado de votos del PNV han decidido un cambio histórico y sin precedentes; no solo porque el Gobierno que se ha formado necesita el apoyo de partidos con los que nada, o casi nada, le une. También, porque esa es la esencia del sistema democrático: el voto de los electores es el que debe definir quién gobierna.


Por supuesto, también porque el Gobierno de Sánchez se ha logrado a partir de algunos supuestos cuando menos poco rigurosos: durante el debate de la moción de censura, el candidato a la Presidencia del Gobierno afirmó –aunque es cierto que no puso fecha- que convocaría elecciones. Pocos días después Margarita Robles aclaró que convocar nuevos comicios “no es una prioridad” del Gobierno.


A los jugadores de fútbol que simulan un penalti se les sanciona. Los potenciales presidentes que simulan un proceso electoral que luego descartan merecen un trato igualmente reprobatorio. Tarjeta amarilla para ambos.


Los partidos deberían jugarse siempre así: sin mentiras en el área, sin falsedades o medias verdades en la arena política. Pero, lamentablemente, los futbolistas fingen -¿cuántas veces hemos visto a Luis Suárez caerse en el área del Camp Nou sin razón aparente?-, y los políticos sugieren escenarios que muy pronto se revelan inciertos.
José Luis Ábalos, mano derecha de Sánchez y futuro ministro de Fomento, afirmó con rotundidad hace solo cuatro meses que los independentistas nunca serían aliados suyos, ya que “no comparten nuestra visión de España; no comparten ni siquiera nuestro modelo de Estado”. Su jefe, nuestro inesperado presidente, aseguró también en numerosas ocasiones que “con el populismo no vamos a pactar ni antes ni durante ni después”. Los dos deberían escuchar sus reflexiones públicas y, si pueden, justificarlas.


Mariano Rajoy, sin embargo, aseveró antes de irse ocho horas a un restaurante, durante la sesión vespertina de la moción de censura, que no iba a dimitir y no lo hizo. Y eso que, con su inacción, convertía en presidente a su gran enemigo político.
El todavía líder de los populares ha dejado España mejor que la encontró, como él mismo presume. Pero deja al PP sumido en la desesperanza, con algunas encuestas señalando un desplome electoral de su partido de unas magnitudes históricas. De hecho, la cosas se están derrumbando a tanta velocidad y con tanta contundencia que hasta José María Aznar ve hueco “para contribuir a la regeneración del centroderecha”.
Cierto es que Aznar, en su día, afirmó en el Congreso que Sadam Hussein tenía armas de destrucción masiva; sin embargo, como todos sabemos, durante la invasión de Iraq que las fuerzas internacionales realizaron para evitar que las usara, nadie las encontró. En el caso de quien nombró a Rajoy su sucesor, tal vez pueda considerarse su error más justificable: la CIA también lo pensaba o, al menos, así lo transmitía.
Pero no, no debería haber mentiras en el área. El fútbol, como el tenis, debería ser un deporte elegante, donde se premien el esfuerzo y la honestidad. La vida, donde se hace política, es también un juego, y debería ser, siempre, uno que se sustente en la decencia y la sinceridad.


Nadal es el icono del juego limpio. Hay quien lo ha criticado por manifestarse sobre la situación política española, pero lo que deberían hacer nuestros políticos, más bien, es imitar su manual de esfuerzo, talento y honestidad. Él, en el área, nunca miente.