Las ciudades se mueren con sus Cafés. En la conciencia urbana, duele más el obituario de cuatro paredes que la marcha del escritor o el cantante. Porque cuando una de estas naves se pierde para siempre en el río Aqueronte fallecen todos otra vez. La semana que viene cerrará Casa Ciriaco, agujero de presidentes, Cambas y Umbrales cuando se ha tratado de comer gallina en pepitoria. Ignacio Zuloaga, pintor de Españas, murió en la cama tras una buena comilona sobre la mesa de este restaurante centenario que todavía resiste en la calle Mayor. Recordado en su interior, cuando caiga la persiana, Zuloaga morirá de nuevo, pero sin remedio.
Los Cafés y los bares levantan civilizaciones, verdades que importan, himnos al hedonismo. Bañan en una plácida nostalgia incluso aquello que no fuimos: la chica que se escapó, el amigo que perdimos, la última copa que no bebimos… Lo hacen incluso cuando no estamos dentro. El sillón mullido custodia la vivencia y, como polvo viejo, la devuelve al aire cuando uno se sienta. En Casa Ciriaco, que se va, todavía resuena al contacto del codo con la barra la broma que le gastaban a Camba cuando le llamaban por teléfono: “A ver, que se ponga el señor Gamba”.
Con el egoísmo romántico que permite la escritura, cabe decir que la biología y el dinero no son argumentos suficientes para cerrar un Café. “Se han muerto los dueños, los hijos no pueden llevarlo y esto sólo trae pérdidas”, suele escucharse tras cada portazo. ¿No existe una partida destinada al Patrimonio? Igual que se blindan las estructuras exteriores, deberían amurallarse estos lugares, que no son otra cosa que arterias de ciudad.
Este año se ha ido Embassy y no he vuelto a ver a aquellas señoras ensortijadas hasta la médula, traídas del siglo XIX, amarradas al mármol desde el mediodía hasta la puesta del sol. También ha dicho adiós el Palentino y no hay rastro de Calamaro ni de sus noches de trueno en Malasaña. Chapó Nebraska y Gabilondo ya no prepara sus entrevistas a orillas de un café con churros en mitad de la Gran Vía.
Y seguimos muriendo, condenados por una ciudad que sólo acepta a quienes están dispuestos a emborracharse de trabajo, los mismos que sólo pueden acordarse de los grandes Cafés cuando se topan, por sorpresa, con sus esquelas. Nosotros, todos.
¿De verdad se irá el Gijón? ¿De veras estuvo a punto de desaparecer el Comercial? Resignados ante la inmigración definitiva de las tertulias al más allá, ¿también debemos conformarnos con el asesinato de los únicos lugares que permiten evocarlas?
Decía Ruano que bajo la tierra no hay soledad posible. En los buenos Cafés tampoco. El ruido de la manifestación acompaña mucho menos que el de la cucharilla, pero siempre nos damos cuenta demasiado tarde.