Querido Mariano Gasparet: esta semana he estado de vacaciones y he intentado que la vida no me agrediera. Me he insonorizado de la actualidad un ratito para volver a conversar sobre las viejas cuestiones -las atemporales-, he dormido siestas al sol y he bebido como los que tienen dentro la sed del mundo. Hoy he vuelto a casa y he visto en vídeo cómo La Manada abandonaba la prisión derrapando en sus coches, chuleando como si fueran raperos estadounidenses puestos en libertad después de unos meses a la sombra por trapicheo de drogas. Me ha repugnado su aura gangsta y el mundo ha vuelto a dolerme. Para esquivar las babas verdes, pensé en escribir esta columna sobre el encuentro de Macron con el niño punki que osó llamarle “Manu”, y me dije a mí misma que la autoridad se posee, pero el respeto no se impone: se gana. Entonces me he acordado de ti, amigo, porque cuando vuelva a la redacción ya no estarás, y porque te conocí siendo becaria y mereciste muy pronto algo más complejo y valioso que mi obediencia de redactora de bajo rango: mi admiración.
Te admiro porque a las personas se las descubre en su trato con los débiles, pero tú no me hablaste nunca como a la niña desorientada que era: me acompañaste religiosamente a la máquina de café cada tarde, resistimos en el desacuerdo en temas políticos y nos encontramos con entusiasmo en los debates culturales, en el disfrute y en la belleza. No te dirigiste jamás a mí como a la novata que está de paso: me inyectaste confianza y afán de permanencia en las arenas movedizas de un gran periódico, me diste posibilidad de alas y ahora, tres años después, creo que me andan saliendo las primeras plumas en las escápulas. La generosidad no te entraba en la nómina. Lo hiciste porque eres un hombre bueno. Me enseñaste, sin pretenderlo, que la sabiduría respira llena de humildad: tú te mueves ahí, en esa isla lúcida de los que no necesitan clavarse medallas en el pecho, de los que pugnan por su voz propia y rehuyen los peloteos; tú danzas ahí, en esa tierra mágica de los seres que saben pedir disculpas regalando chocolate.
Eres un hombre que ha elegido pensar -ese hábito arcaico que nos hace sangrar y requiere, también, de hastíos y horas muertas- en un mundo veloz que escupe eslóganes huecos, en un mundo que epata en las superficies y no se pregunta por la vida secreta de las cosas. Mariano, amigo, tú eres de todo menos sensacionalista, tú eres de todo menos frívolo. Tú fuiste uno de los escasos lectores que tuvo mi entrevista con Chantal Maillard, y yo la hice un poco para tus ojos, porque a nadie le importa ya un carajo la filosofía. Recuerdo aquel verano insufrible en el que fantaseaste, en una columna, con atravesar Madrid a nado, de piscina en piscina, chorreando el bañador por las avenidas y trepando hacia la última planta de los hoteles, homenajeando a John Cheever y al dry martini: será cierto que por ahí se llega al mar. Esas ansias tuyas, esas imágenes voraces que proponías, me hacían sentir que no estaba sola en la capital desértica, descorazonada; que tú también buscabas, incomprensiblemente, algo más grande que tú.
La literatura es una enfermedad, Mariano, y seguro nos conduce sólo a pobreza o paranoia, pero qué hondo vivimos en sus faldas venenosas. Tú me descubriste a Manuel Vilas y te robé su poemario impunemente. Perdóname: yo creo que los libros prestados y no devueltos dejan lazos invisibles, probablemente más fuertes que un matrimonio -esos ritos macabros en los que tú y yo no creemos-. Cuánta inteligencia carga tu escepticismo, amigo. Ahora, aunque ya no te vea todos los días, hay un cordón misterioso entre tu biblioteca y la mía. Una deuda necesaria para que no nos perdamos entre el ruido. Tú me descubriste a Gran Vilas, Mariano -con su edén de alcoholes y padres muertos y novias defraudadas y dolor, dolor, dolor en esta España que es un hogar con goteras-, pero tú eres Gran Gasparet, mi poeta favorito, el más silente, el más brillante y crudo. Tú escribes como los ángeles caídos, los únicos que me interesan.
Yo no quiero que seas escritor sin obra como Michi Panero, Mariano, aunque a veces soñemos con no escribir nunca más y dejar que sea nuestra vida la que hable. Te he contado alguna vez que cuando me tomo dos copas recito Lucy de memoria delante de mis amigos, y les hablo de ti, y me viene tu imagen como una risa un poco herida. Regreso siempre a tus versos y lucho por hacerlos corpóreos en mí: “Nunca vi nada tan hermoso: aquella hembra joven sabía mirar la vida por encima del miedo”. Regreso siempre a tus niñas borrachas, a tus hombres-perro y tus hombres-gato, a tu deseo de agarrar las cañas cruzadas e izar con ellas una cometa o secar un pulpo “para leer o escribir / poemas para comer / para imprimir suspense / al momento de tu adiós”.
Sé que te encontraré siempre en los lugares donde has depositado tu amor: sé que estás en los perros peludísimos que adoras, como Lupe, y que a mí me dan pavor; sé que estás en mi tocaya y en tu hija -y cuánto celebro yo ese ser diminuto y canalla como su padre, como su dios, que ahora recoge tus babas y te insufla nueva fe-. Sé que estás en las gafas de sol sustentas en el cráneo y en el traje de chaqueta, porque la vida es estilo -tal vez sólo sea estilo-, y el estilo siempre es gratis. Gracias por todo, viejo Gaspar, y más que suerte, justicia poética. Vas a ser siempre el hombre más guapo de la redacción.