La primera vez que lo vi fue en la Cuesta de Moyano, agazapado entre un par de casetas. Calzaba un mono de obra azul y el otoño le había caído encima como un alud. Las hojas le dibujaban una corona de espinas en la cabeza y una capa a la espalda. Abrió una caja y empezó a lanzar libros viejos por los aires. Gritaba los títulos y les ponía precio de forma instantánea.
Fascinado, le miraba desde un paso de cebra. Dejé al semáforo mudar de color tres o cuatro veces. La gente le esquivaba, como si los libros al caer provocaran una onda expansiva; como si un curso de francés fechado hace un par de siglos pudiese abrir el suelo en canal. Él se iba llenando de polvo, cada vez más gris, a punto de convertirse en un personaje de peli en blanco y negro.
Uno de los pocos que se acercó y le compró un par de tomos, me sopló que trabajaba en una librería del barrio de Las Letras. Lo encontré casi tumbado sobre una mesa coja, de roble. Abría y cerraba portadas con avidez. Sin levantar la vista, se partió de risa cuando le pregunté si todos aquellos ejemplares, que cubrían las paredes como una enredadera, estaban catalogados.
Tuve la tentación de bucear en las estanterías, pero volví a quedar atrapado por esa búsqueda sin objetivo aparente. Abría, pasaba las dos o tres primeras páginas, y lanzaba la obra al aire, sin preocuparse por el lugar de aterrizaje. Igual que en la Cuesta de Moyano. Conocí su rostro arrugado cuando casi me abre una ceja con la poesía completa de Rubén Darío: “Oh, oh, disculpa, perdona”.
Iba a levantarse a saludar, pero halló algo en el libro que manejaba. “¡Eureka!”, gritó. Apartó de golpe y porrazo los folios que devoraban su mesa para encontrar un bolígrafo. Tomó nota en un cuaderno y musitó: “No está mal, nada mal…”.
-Perdone la indiscreción pero, ¿qué ha encontrado?
-Una dedicatoria, chico.
-Ah. ¿De alguien importante?
-Todas son importantes.
-¿Puedo verla?
Era un libro blanco que el tiempo había tornado amarillo. Las ciudades y los años, del ruso Konstantín Fedin. Lo editó Biblos en 1927. En la primera página, su traductor, Ángel Pumarega, firmó: “A Martha Carmeille –o Barmeille, yo no fui capaz de descifrarlo–, avec mon plus beau souvenir”.
-Lo siento, no conocía a este Pumarega.
-Eso da igual, ahora tengo que averiguar quién es esa Martha y por qué le dedicó el libro. Así se escribe la historia de la literatura, la que realmente importa.
Y ahí lo dejé. Buceando entre enciclopedias y listines telefónicos. Otro librero me contó que aquel tipo se dedicaba, valga la redundancia, a cazar dedicatorias: "Tiene más de diez tomos repletos de ellas, ordenadas cronológicamente". Me dijeron su nombre, pero no lo recuerdo. Quizá no existiese. O puede que su historia sea la de muchos, solapada y perdida en el cristal del tiempo.