Ni Tom Sawyer se escaqueaba con tanta destreza como el PSOE. "Son las deudas", decimos los periodistas cuando vemos al PSOE entregarle la Constitución y una cerilla a los nacionalistas. Y los socialistas callan como momias porque saben que la idea de la cesión, que los periodistas creemos letal para Pedro Sánchez, es menos dañina para el socialismo que la verdad desnuda: la de que a falta de proyecto propio e incapaces de diferenciarse de los depredadores que merodean a sus votantes, el PSOE ha decidido seguir la hoja de ruta de Podemos y los nacionalistas vascos y catalanes.
En realidad, ¿quién puede acusarles de nada? El PSOE aplica el programa de Podemos y de los nacionalistas, pero el PP aplica el del PSOE, Ciudadanos el del PP, Podemos el de Bildu y los nacionalistas vascos y catalanes el de Matteo Salvini.
Con una particularidad. Salvini le aplica su programa a los extranjeros mientras que los nacionalistas vascos y catalanes se lo aplican a sus propios ciudadanos. Hasta en eso es preferible Salvini a nuestros nacionalistas: si algo no puede negársele a los ultraderechistas renacidos es que van a cara descubierta. Otra cosa diferente son los que andan por desarmarizar, esos que se pretenden demócratas de vanguardia cuando apenas llegan a señores feudales de la primera hora.
A mí lo que me gustaría saber, visto lo visto, es quién es el encargado de aplicar el programa de Ciudadanos. Para poder votarle, digo. Pero me temo que es Macron, así que estoy destinado a quedarme con las ganas porque no soy francés.
No es casualidad que la decadencia de la socialdemocracia, sin una sola idea propia desde el fin de la era González, incapaz de ganar ya elecciones por sí misma y obligada a gobernar con partidos extremistas que defienden ideas incompatibles con las suyas, haya coincidido con la ruptura de esa regla tácita de la política europea que dice que las administraciones públicas –al menos las más importantes de ellas– deben ser gobernadas por el partido ganador de las elecciones.
Pero observen el panorama de los horrores de la España actual. Tanto en el Gobierno central como en la Generalidad catalana como en el Ayuntamiento de Madrid, las tres administraciones clave de los niveles estatal, autonómico y municipal, gobiernan partidos que han perdido las elecciones. Hasta en la tercera ciudad catalana, Badalona, donde gobernaba el populismo de izquierdas hasta que una moción de censura lo descabalgó hace apenas una semana, ha acabado gobernando el PSOE (14,09% de los votos) gracias al apoyo del PP (34,21% y ganador por aplastamiento de las elecciones municipales).
La izquierda y el nacionalismo gobiernan incluso donde no ganan y la derecha no gobierna ni siquiera allí donde arrasa en condiciones extremas y sometida al ataque de enemigos y presuntos aliados (recuerden El Álamo de Arrimadas). La tesis oficial entre los bienpensados es que la política extremista de la derecha le dificulta conseguir apoyos entre los partidos minoritarios. "Que consigan mayorías absolutas si quieren gobernar" dicen. A ellos nunca les hacen falta.
La verdad es mucho más sencilla y no tiene nada que ver con la supuesta "antipatía" de la derecha: el PSOE siempre le entrega más a los extremistas de lo que les entrega el PP, que ya suele ser mucho. Tanto les entrega, de hecho, que las diferencias entre Puigdemont, Urkullu, Iglesias y Sánchez son ya puramente estéticas. Unas gafas de sol por aquí, un lazo amarillo por allá, un chalet en Galapagar por acullá. En lo sustancial, carne de su propia carne y sangre de su propia sangre. No son cesiones, son programa.