“¿Tienes alguna rival hoy en el país?”, le preguntó un socarrón Francisco Umbral a Lola Flores en una entrevista recogida en su libro Mis mujeres. “Hay algunas que lo hasen bien, pero yo tengo un soplo”, respondió ella, que lo que tenía seguro -me perdonarán ustedes- era una vagina como la catedral de Burgos. “¿Y no exageras tu temperamento, no lo finges un poco, no lo explotas?”, insistía el escritor. “Nada, hijo, yo soy así. Intuitiva. Siento palomas por dentro. Salgo a trabajá y no sé lo que voy a hacer”.
La leo y me sonrío. Pienso en ella y se me ensanchan las pupilas: Lola me reconcilia siempre con una raza ibérica que se disipa en los tiempos de Apple. Lola me inyecta castellano y refranero en este imperio bobo del anglicismo. Lola me arrastra en su escote como una madre lactante, me lleva al huerto como una puta impagable, me abre la boca y los pulmones, como los niños de la meseta cuando ven por primera vez el mar. De Lola aprendí que ser mujer es mucho más que ser hembra.
Por eso me hace tanta gracia que la prensa insista en que Rosalía ha venido a suceder a la Faraona: cómo va a haber nueva Lola si Lola es una y eterna. Cómo va a haber dos ejemplares del huracán que fue monumento vivo, de la pieza de museo que fumaba en las callejas. Quién volverá a tener esa sangre traviesa y herida, esos ojos palpitantes como una víscera andaluza. Lola dejó pajarito hasta al crítico del New York Times, que le hizo con palabras el traje más nacío: “No canta. No baila. No es guapa. No se la pierdan”, un duende al que sólo se puede aspirar. Lola tenía lo que yo llamo “el toque”, que es una gracia, una rabia y un erotismo reservado a unos pocos extraterrestres que nos habitan con sigilo los barrios. Rosalía nunca será Lola porque lo que hacía la Flores no tenía nada que ver con la música, sino con el carácter, con un espíritu oscuro y poderoso que ni el mejor experto en márketing puede emular.
Rosalía es una artista impactante, capaz de epatar a fuerza de ser perfilada como producto, pero hay algo irrepetible en la nariz desafiante de la Lola, en su médula de matriarca sufrida y en su olor a sexo, a juerga y a vida. Yo nunca la respiré, pero la intuyo hondo. Hay noches en que mi amiga Carolina y yo ponemos sus vídeos en pantalla grande, nos abrimos un vino e igual nos descojonamos que se nos llenan los ojos de lágrimas. Lola era una voz resonando en los patios justo en la España gris del silencio. Lola era feminista ya en la época de Franco, cuando ni se barajaba el concepto, y practicaba la sororidad de forma intuitiva repitiendo que su comadre Rocío Jurado era “una piedra de Chipiona que no se pué aguantá”. Si le preguntaban por sus experiencias lésbicas, mire usté: “¿Quién no se ha dao’ un pipazo con una amiga?”.
Cuando la Lola canta por José Alfredo, el sistema solar se reinicia. “A ver si saben poner el mundo a tus pies como yo lo hacía. A ver si saben decirte las cosas de amor… que yo te decía”. Lola tenía la boca en las manos, porque hablaba con los dedos, y el órgano latente en las pestañas, porque abanicaba España con rímmel o sin él. Lola era la niña de fuego de la que hablaba Manolo Caracol, era el azote de las chavalas frígidas que crió la dictadura, era una artista a tiempo completo -lavándose los dientes, removiendo la sopa, besando a sus amantes-, un animal ancestral con el que la industria de 2018 no puede ni soñar.
Mi Lola era psicóloga, y folclórica, y bruja, y enciclopedia emocional cuando le daba por hacer autopsia del alma humana. “El amor casi nunca es correspondido con la misma fuerza por parte de los dos. Siempre uno quiere más que el otro”, lanzaba. “Ahora, de tener que elegir, es preferible siempre queré”. Y gritaba, con las palmas abiertas: “¡Siempre queré, que no dejarse queré!”. Lola era una sinvergüenza, una punki, una revolucionaria, un paraíso de muslos atado muy fuerte a la vida con el cordón umbilical del entusiasmo. “Yo he pecao’ con la carne lo normá”, confesaba, la muy señora. Una conversación con Lola era una performance en sí misma: el discurso de Rosalía -técnico, prudente, soporífero- no le llega ni a los bajos de la bata de cola.
Lola cantaba con el dolor de los que han pasado fatigas, de los que han padecido el hambre: los niños del Estado de Bienestar ya no aúllan así. Qué no daría yo por llevarme a la Lola de after, por charlar con ella hasta el mediodía sobre amores apretaos, por hilvanar nuestras penitas como cuentas de rosario. “Una noche en una pensión de Valladolid hise el amor por primera vez en mi vida con el Niño Ricardo. Así de simple”, parece que la estoy escuchando. Que no me jodan los modernos de los festivales, ni los wannabes del flamenco, ni los traperos que coquetean con el imaginario cañí. Lola es para toda la vida, como una pasión venérea o una enfermedad terminal. Lola es un quejío irreproducible, una anarca sin coreografías, una goleadora del equipo sin “trá, trás”. Lola se construyó y se destruyó a sí misma como sólo los genios saben. Se ensució de mundo como sólo los puros consiguen.
“Yo tengo más fuerza que Chernóbil”, rezaba, la muy bruta, como quien echa una maldición gitana a los enemigos. Qué pechaíta más grande. Hay que rendirse, queridas. La Lola tenía el soplo.