Andaba yo preocupado en 1995 tras agotar las prórrogas con las que me había ido escaqueando hasta ese momento de la Prestación Social Sustitutoria. El peligro era que el Estado me asignara un puesto en alguna organización de esas que solían poner a los objetores a trabajar en vez de en una de las que los arrinconaban en una esquina oscura y mohosa para que molestaran lo menos posible a sus verdaderos trabajadores.
Después de consultar el asunto con otros licenciados en escaqueo, descubrí que el truco consistía en dar con una organización que encajara en mis aspiraciones de dolce far niente y colaborar con ella de forma gratuita durante unos meses para que, llegado el momento de cumplir mi deber con la patria, fuera esta cómoda organización la que solicitara mi incorporación. Solicitud que solía ser atendida por el Estado en el 99% de los casos. La alternativa, ya digo, era aterrizar en una organización de motivados de la vida que me pusieran más recto que el palo de una escoba.
Como yo andaba estudiando derecho por aquel entonces escogí una pequeña organización humanitaria que asesoraba jurídicamente a los inmigrantes que solicitaban asilo político. El estatus de refugiado político le permitía al inmigrante obtener el permiso de residencia de forma automática, saltándose los farragosos trámites por los que debían pasar los inmigrantes convencionales. Es decir, aquellos que habían aterrizado en España por motivos económicos.
El trabajo de la organización, que sólo contaba con una abogada, era gestionar esas peticiones de refugio político. Para lo cual, obviamente, primero se tenía que entrevistar a los inmigrantes con el objetivo de averiguar si la persecución de la que decían ser víctimas era real o sólo un truco para obtener la residencia por la vía rápida. Como los recursos financieros de la organización eran escasos, no se daba curso a ninguna solicitud de asilo que no tuviera garantizado el éxito.
Y ahí entraba yo. Mi función consistía en sentarme a la derecha de la abogada mientras ella entrevistaba a los solicitantes de asilo. Y ya. A la izquierda se sentaba el traductor de turno, que variaba dependiendo del día puesto que a los solicitantes se les daba cita en función del idioma que hablaran: lunes los que hablaban árabe, martes los que hablaban francés, miércoles los que hablaban urdu…
Pasé tres meses en esa organización. Huelga decir que jamás entrevistamos a un solo perseguido político real, así que el trabajo consistía básicamente en charlar con ellos hasta que metían la pata revelando algún detalle que demostraba que la única persecución sufrida había corrido a cargo de su madre, zapatilla en mano, cuando tenían cinco años.
Un día llegó a la organización un patriarca gitano (rumano, si no recuerdo mal) con todos sus hijos, nueras y nietos. Unos treinta individuos a ojo de buen cubero. El patriarca, que a simple vista debía haber cumplido ya los doscientos setenta y ocho años, se sentó frente a la abogada y le soltó la matraca habitual: ay fíjate pobres de nosotros, ay cómo nos persiguen en nuestro país, ay qué desgracia, ay nosotros que no hemos hecho nada, no es verdad que robáramos en aquella casa, ustedes deben acogernos, ¿es que no son ustedes humanos?… Ya se lo pueden imaginar, el rollo no ha cambiado demasiado en veinte años.
Y entonces la abogada le pregunta al patriarca si él o sus hijos trabajaban para alguien en su país de origen.
—¿Trabajo? No, no, no.
—¿Saben hacer algo? ¿Algún oficio?
—No.
—¿Y de qué piensan vivir usted y su familia en España, entonces?
—Pues de lo mismo que vivíamos en Rumanía.
—¿Y de qué vivían en Rumania?
—De la venta ambulante en mercadillos, de la chatarra.
—Pero eso le va a resultar muy difícil en España. Hay leyes que lo regulan.
—Pues entonces haré lo que hace usted.
—¿Lo que hago yo?
—Si. Lo que hace usted.
—¿Qué es lo que hago yo?
—Sentarse en una silla y hablar con gente durante todo el día sin hacer nada.
Hay que joderse con el patriarca. Acababa de llegar a España y ya se andaba pidiendo el puesto de presidente del Gobierno.