Al margen de lo que acaben deparando los procedimientos judiciales en curso, tanto si sortean al final el recio escollo de los aforamientos —que para eso están, para ser un escollo—, como si acaban naufragando contra ellos —como alguno espera—, el mensaje está enviado y recibido. Enviado con una desfachatez que espanta, recibido con una amargura que se deposita sobre la capa de todas las amarguras y decepciones acumuladas.
Al final resulta que pueden darte un máster sin perseguirlo casi. Sin ir a clase, sin entregarle otro esfuerzo que la redacción de unos magros cuadernillos que ni siquiera, vistas las cautelas y los controles, tienes por qué haber redactado tú, y bien puedes haberle encargado a un propio que te pergeñe mientras tú te ocupas de asuntos más importantes. Porque resulta que tú eres uno de esos que ya parten el bacalao, o lo partirán, y quienes se preocupan de examinar a otros, incluso de suspender a alguno, a ti se esfuerzan por complacerte y por cumplimentarte.
Dejemos de lado la imagen que gracias a un máster así, de la señorita Pepis, ofrece la universidad española, y que permite entender la posición subterránea que muchas de ellas ocupan en los rankings internacionales —no, va a resultar que no era que nos tuvieran tirria los anglosajones o los chinos que hacen esas clasificaciones—. Dejemos de lado, aunque esto cuesta algo más, el bochorno, la contrariedad y hasta la legítima rabia que deben de experimentar todos aquellos que no se beneficiaron de semejantes dádivas y gentilezas profesorales para conseguir su título, instantáneamente devaluado por la irrisoria dedicación que les ha requerido a los educandos con condición VIP.
Lo que produce escalofríos es que tales y otros semejantes —véanse, verbigracia, las licenciaturas exprés recaudadas en centros de conveniencia— sean los pertrechos intelectuales y académicos de quienes se postulan para dirigir los destinos de la comunidad, que es tanto como decir de todos y cada uno de los ciudadanos. No faltan en la historia los líderes de talla que lo fueron con un bagaje formativo exiguo, pero es más infrecuente, infinitamente más infrecuente, que alcancen estatura de líder y merecimiento para serlo los que quisieron aparentar una ciencia de la que en realidad carecían. Raro, muy raro es que sepa cómo mandar a otros quien no sabe mandar en sí mismo —o lo que es lo mismo, disciplinar su tiempo y su esfuerzo— para ganarse los galones y los diplomas que luego se esmerará en exhibir.
De tales másteres, tales commanders. Y entre tanto, un país que tiene unas cuantas tareas pendientes, que padece unos cuantos problemas graves y también, por la gente competente que acoge, merecería una oportunidad, se empantana en fútiles debates procesales para acabar salvándoles la cara —o no— a quienes una y otra vez, con contumacia digna de mejor causa, demuestran no estar a la altura del desafío. Cuándo nos dejarán no hablar de sus cosas, y empezar a hablar de las nuestras.