Nada más extraño en el nacionalismo catalán que su olvido de la cultura catalana. De la gran cultura. Nótese la cantidad y calidad de nuestros literatos, pintores o arquitectos, por mencionar algunos campos donde lo catalán toca la gloria, desde poetas-filósofos medievales que aún fascinan a los expertos hasta protagonistas de varios vanguardismos del siglo XX.
Por qué tanta grandeza en una lengua minoritaria, o por qué tanto genio plástico no son jamás invocados (fuera de pequeños círculos) para apuntalar la gran premisa nacionalista del “hecho diferencial” sigue siendo un misterio.
Sabemos que una pequeña corriente político-religiosa toma el testigo del catalanismo político en pleno franquismo con Jordi Pujol. Sabemos que ese médico y financiero es un hombre leído. Sabemos que ostentó el poder durante casi un cuarto de siglo. Sabemos de su firme voluntad de construcción nacional, y de los cuantiosos medios de los que dispuso (en todos los sentidos). Sabemos que ahormó la sociedad catalana de forma implacable mediante la educación, el clientelismo político en todas las esferas, los medios públicos y privados. Sabemos que se introdujo en las conciencias de acuerdo con un ambiciosísimo plan de ingeniería social. Sabemos que sus sucesores vienen compitiendo por ser cada uno más nacionalista que el anterior.
Y sin embargo, uno tras otro, así como sus infinitos capilares en forma de maestro, de tertuliano o de empresario liante, renuncian a lo que en cualquier nacionalismo sería herramienta principal de legitimación una vez descartado, claro está, el racismo o el racialismo, que impregnan el nacionalismo catalán originario pero que resultan impracticables en democracia, aunque el último presidente de la Generalitat no se haya enterado.
Apuntaré alguna explicación al desdén hacia tres grandes talentos catalanes que aún vivían cuando el gran hacedor llegó al poder en 1980. Pujol no podía aprovechar a Salvador Dalí porque el ampurdanés se acostaba cada noche con los compases de la Marcha Real, y porque designó como heredero al Estado español. Pujol no quiso acordarse de Josep Pla, que había sido espía de Franco. Pujol no apreció al inmenso Josep Vicenç Foix, ya fuera porque condenaba que hubiera vivido al margen de la política, pendiente de la caja de su pastelería, ya fuera por envidia a un poeta excelso, ya fuera por insensibilidad para la lírica.
Como fuere, han preferido subvencionar a unos enajenados que sostienen que Leonardo, Santa Teresa y Cervantes eran catalanes. Han preferido al Barça y a Toni Soler, los agravios fiscales y Empar Moliner. Lo elegido los define, pero lo despreciado los define aún más.