Me llama una amiga residente en la zona noble de Barcelona para contarme que en el grupo de WhatsApp de su au pair se ha liado parda a cuenta del independentismo. La cosa suena tan marciana como una corrida de toreros bomberos adoradores de Satán o un mando de los Mossos constitucionalista, así que investigo.
Resulta que las au pair (canguro residente en español, en oposición a la canguro ocasional de una sola noche) de las clases media y alta catalanas tienen un grupo de WhatsApp propio que utilizan para sus cosas de au pair: quedar los fines de semana para ponerse turcias, rajar de las familias que las han contratado, puntuar a los mejores maromos de los barrios de Pedralbes, Sarrià y la Bonanova y, últimamente, atizarse guantazos dialécticos en función de sus simpatías por Carlos Puigdemont o Inés Arrimadas.
“Depende de la familia en la que caigan”, me cuenta mi amiga. "Si la familia es independentista, la au pair suele salir independentista. Y si la familia es constitucionalista, la au pair sale constitucionalista. A la nuestra ya andamos comiéndole el tarro". Me parece bien porque la alternativa es que la adoctrinen los del bando contrario. A fin de cuentas, son chicas de 18 años o poco más. Y a esas edades tampoco vas a pedirle a las pobres la independencia de criterio de un adulto. De un adulto constitucionalista, claro: los independentistas se lo tragan todo mientras lo diga Lídia Heredia en TV3.
"Menuda chorrada de anécdota", pensarán. ¡Error! La mayoría de esas au pair son extranjeras (la de mi amiga es alemana, pero las hay también escocesas, austríacas, holandesas, francesas, belgas y suecas), así que no es inteligente desdeñar el potencial propagandístico que alberga el sector. No descarten, por ejemplo, la posibilidad de que entre los jueces alemanes que negaron la extradición de Puigdemont hubiera alguno con una hija recién llegada de su periplo como au pair en la casa de algún oprimido heredero de la alta burguesía catalana:
—Papá, ¡no te puedes imaginar cómo sufre esta gente! Les ves flotar en la piscina del jardín con una tristeza vital que te rompería el corazón.
—¡Oh, mein Gott, es horrible! ¿En la piscina?
—Sí, papá, en la piscina, sobre la colchoneta con forma de unicornio. Y el cabrón murciano que les corta el césped a 5 euros la hora, ahí, oprimiéndoles con su rudo acento de colono.
—Qué hijo de la grossen puten.
—“¿Necesita algo más, señorito Jordi? ¿Puedo irme ya, señorita Laia?”, les dice a todas horas. ¡Ni beberse el gintonic de ratafía tranquilos, les deja!
—Tengo la gallina de piel. Qué raza cruel. ¿Tienen narices ganchudas, esos "murcianos"?
—Algunos, papá.
—¡Lo sabía!
—Como te lo cuento. Yo misma no lo creería si no lo hubiera visto con mis propios ojos.
—Suerte que los alemanes sabemos reconocer el fascismo cuando lo vemos.
—Cierto, papá.
—A kilómetros de distancia. Tenemos olfato para eso.
—Los alemanes nunca dejaríamos que un movimiento totalitario acaudillado por un líder mesiánico xenófobo alcanzara el poder aprovechándose de la democracia para ello.
—Una verdad como un templo. Innegable.
—¿Cuándo hemos visto en Alemania a una horda de fanáticos racistas atacar el Parlamento, acosar a los jueces, segregar a los desafectos, intentar crear un poder institucional paralelo al oficial o acusar a las víctimas de su propia violencia de "provocarles"?
—Eso no nos ha pasado jamás a nosotros. Estamos inmunizados.
—Inmunizados del todo, papá. ¡Por algo somos alemanes!
—Y, por cierto, hablando de Calatunien o como se diga la región esa del norte de África: me suena que tengo por aquí el caso de un tal Piegdemonten o algo así…
—¿Sabías que no todos son negros, papá? Alguno es incluso clarito de piel. ¡Y los hay hasta rubios! ¡Y organizan unas marchas de antorchas preciosas!
—¿Marchas de antorchas? ¿De qué me sonará a mí eso?