El otro día vi a una niña histriónica -medio lagrimeaba, medio se descojonaba- a las puertas de un hospital de Urgencias, allá por Príncipe de Vergara, matándose un poco más con un pitillo ansioso en los labios antes de asistir a su propio reconocimiento, y resultó que esa niña era yo. Esa mañana me había levantado con el rímmel corrido y un hinchazón severo en el lado derecho de la cara y el cuello, pura Quasimodo folclórica, y me aterré pensando que era la muerte creciéndome al lado de una oreja -esa muerte que nos acompaña de la mañana a la noche, insomne, sorda, como un viejo remordimiento o un absurdo defecto, que decía Pavese.
Monté un drama sideral al verme el rostro deformándose en el espejo, me despedí de mi madre y de mis seres queridos, avisé en el trabajo y acudí con mi prima Caro a por el diagnóstico letal. “Joder, que a mí me gusta vivir, a pesar de todo”, le escribí a mi amiga Ainhoa a modo de inscripción lapidaria. Cuando uno es feliz, cuando uno campa ancho y sano quejándose por memeces del primer mundo, no se acuerda de la vida que de forma paralela se respira en los hospitales: señoras llorando como viudas de pueblo, hombres jóvenes y hermosos pasando por mi lado en camillas -esos trenes imparables-, niños enanos que tiemblan, ancianos en trampolín hacia la tumba, y, en definitiva, una masa de insoportable vulnerabilidad. A humanidad dolorosa, a eso huelen los hospitales. Ya no somos tan divertidos, ni tan soberbios, ni tan sarcásticos, ni tan nada. Calaveritas sin ínfulas: eso somos en los hospitales.
En la sala de espera, Caro y yo cotilleamos los Instagrams de algunas influencers y todo ese circo me pareció más patético y vacuo que nunca: ¿para qué tanta ropa de marca, si os vais a morir, idiotas? Llegó mi turno hacia el matadero y me atendió Dios en forma de doctor colombiano. “Bueno, cuéntame”, me dijo, y me puse a llorar, porque una es hipocondríaca militante y no se esconde. Le conté que me dolía el cuello, que no podía ni comerme una tostada sin rabiar, que andaba asimétrica perdida y que me estaba creciendo otra Lorena en el lado derecho de la cara. Le parecería poco.
¿Fiebre? No. ¿Alergia a algún medicamento? No. ¿Golpes? Mire usted, los normales de la vida. “Parotiditis”, murmuró. “¿Y eso qué es?”. El tipo, que era enigmático y gustaba de jugar con mi estabilidad mental, me sentó en la camilla y comenzó a inspeccionarme mientras yo me retorcía por adelantado. “Son paperas”, reveló, y toda mi tensión salió en forma de ataque de risa.
El hombre estaría pensando que además de eso, tendría que curarme de una neurosis radical, pero se lo pasaba en grande viviendo mis fases emocionales. “El virus está en la saliva. ¿Quién te lo ha contagiado?”. Esto ya era Sálvame. “Yo qué sé”. Así que paperas, una enfermedad que me sonaba como a posguerra, como a niño de guardería, y yo entendí mi propia anacronía, porque siempre vivo como en 1940, o como un crío inadaptado al mundo adulto. “Dieta blanda, mucho ibuprofeno, agua y reposo de 5 días, pero tú pareces muy activa”, chasqueó. “¿No me puede mandar algo más fuerte?”. “¿Algo como qué?”. Pues no sé, caballero, yo no soy médico. No hubo manera. “¿Estamos seguros de que es eso?”, verifiqué, porque a los aprensivos nos da la sensación de que los médicos nos están mintiendo, piezas de engranaje de alguna confabulación mortuoria. “Estamos seguros”.
Y aquí estoy, echando el puente bajo el nórdico, mi verdadera fiesta de la Hispanidad. Las paperas me están llevando al celibato y al ascetismo: dice Nora que lo mismo en tres días este virus me conduce a la iluminación, pero está por ver, porque aún no levito. Pienso en Ana, que cuando muera quiere que la incineremos, nos llevemos la caja al bar y le pongamos su poquito de manzanilla y su poquito de jamón mientras cantan los gitanos, para que luego digan que los jóvenes somos superfluos y no pensamos en la muerte.
No se alerten, no estamos tan mal: sólo somos andaluzas exageradas y nos gusta mucho comer, beber, llorar y cantar. No queremos que esta verbena extrema se acabe. Mis amigos andan trayéndome sopas a casa y yo, para qué engañarles, he comprado tabaco y mucha cerveza. Seguro que eso cuenta como dieta blanda.