La ministra de Educación, Isabel Celaá, nos sorprendía esta semana con la noticia de que se podrá aprobar bachillerato con una asignatura suspendida. La que sea. La justificación ante tal despropósito: el peor castigo es la rebaja de la autoestima. También afirma que “alguien que no arranca en la adolescencia, quizás más adelante se le pasa y parece más inteligente”. Que no se puede condenar a nadie, y que el objetivo es hacerle prosperar. Ah, y que los docentes son profesionales y saben cuando un alumno está preparado para pasar de curso o no.
Y se queda tan a gusto.
El peor castigo, señora Celaá, es no recibir una formación adecuada, porque nuestros conocimientos son lo único que conservamos pase lo que pase, porque de ello depende nuestro futuro. La autoestima de un chaval se deteriora por la imposibilidad de llegar al nivel establecido, no por colocarle en el curso que le corresponde por conocimientos y madurez. Porque esa es otra, aquí nadie se plantea la posibilidad de que el curso dependa de otro criterio que no sea el año de nacimiento.
En sus declaraciones no comenta nada sobre lo importante de captar la atención de los alumnos, de emocionarles, de enseñarles a aprender, a descubrir cuál es su habilidad natural. No destaca, tampoco, la importancia del pensamiento crítico, del debate, de la expresión oral. No habla de lo esencial: uno aprende cuando disfruta. Nadie parece darse cuenta de que el conocimiento del propio talento es esencial para ser feliz.
La inteligencia emocional es lo que determina que nos vaya bien en la vida, pero en la escuela no les enseñan a deleitarse aprendiendo, entre otras cosas, porque, en muchas ocasiones, los profesores están en el aula por las razones equivocadas: no han encontrado trabajo de lo suyo, quieren disfrutar de varios meses de vacaciones y, respecto a la vocación, si la han visto no se acuerdan. Si el docente no se apasiona, difícilmente apasionará a sus alumnos.
La ministra no dice ni mú sobre el MIR de los profesores, ni sobre cómo conseguir un profesorado de calidad, con una formación de calidad que, desde luego, no aporta el máster actual. La cuestión económica es, como casi siempre, el problema. No hay dinero para mantener a los alumnos en el sistema escolar más años de los previstos y tampoco para formar debidamente al cuerpo docente. El pez se muerde la cola mientras los políticos parchean con medidas irrisorias y nos intentan vender motos que insultan a nuestra inteligencia.
Repetimos hasta la saciedad los errores que cometieron con nuestra generación, nos aferramos a un sistema arcaico que ignora los nuevos conocimientos sobre inteligencias múltiples y la importancia de individualizar la enseñanza.
El sentido común brilla por su ausencia cuando se permite que los tutores pasen solamente una hora al día con los alumnos ¿Cómo va a conocerlos? ¿Cómo sabrá qué les interesa? ¿Cómo valorará sus conocimientos más allá de las notas? Año tras año, la pelota va cambiando de tejado para, finalmente, estrellarse en las narices del alumno, que a los doce años tiene el nivel que debería tener con nueve. Eso sí es una condena, señora ministra. Acabar la enseñanza obligatoria sin saber redactar sí que mina la autoestima, no que te cambien de compañeros de pupitre.
Disminuyendo el nivel de exigencia nos aferramos a la mediocridad, a la ausencia de esfuerzo. Hagamos lo contrario: incrementemos los recursos ¿Cómo? Ese es su trabajo, hágalo, señora ministra. Demos a los chavales ejemplo devanándonos los sesos sobre cómo motivarles.
Rebajando las expectativas de los estudiantes les decimos que no son capaces de conseguir lo que se propongan, les amputamos su capacidad de crecimiento. Les enseñamos a conformarse y el conformismo nos convierte en la mitad de lo que podríamos ser.