Me he subido al carro del rosaliísmo con un desparpajo que no es normal. Ya se había subido antes que yo toda España, y todo el mundo, pero las masas no me estorban. Estoy hechizado con el fenómeno de Rosalía y en ese fenómeno están las masas. Otra cosa es que yo ahora, con la euforia, me ponga el primero. Ay, sí, euforia: y celebración, admiración, asombro. ¡Todo está siendo más bello que la Victoria de Samotracia!
Para esta columna la alegría debe ser en parte política. Cuando un número indecente de sus conciudadanos catalanes se estaban dedicando a lo más bajo, que es el nacionalismo, ella se dedicaba a lo más alto, que es el arte. Los testimonios hablan de su esfuerzo de años, de su entrega; de su trabajo a partir de su talento. Estaba consagrada a su obra, y esta obra –dicen los entendidos– es una genialidad. Yo, que no entiendo, estoy convencido. Me he dejado convencer también con desparpajo.
Es que el asunto da un morbo tremendo. La Cataluña que los nacionalistas pretenden aplastar de pronto ‘florece’ en una artista apabullante. Una artista que canta en español y que utiliza elementos típicamente españoles (un tipismo que hoy es una provocación): el flamenco, los toros, los nazarenos... Naturalmente, propulsándolos mucho más allá de su cepo identitario, mezclándolos con elementos internacionales y trayéndolo todo a la punta del tiempo. Por este lado también han protestado los otros puristas: los del casticismo flamenco, gitano, andaluz o español.
Puestos a decir estupendidades, diré una que como andaluz puedo permitirme: hay más respeto por Andalucía en un “quiyo” de Rosalía que en la programación completa de Canal Sur en todos los años de su achicharrante historia. (Y que en toda la campaña electoral autonómica que nos espera, con unos primeros días ya difíciles de batir).
Pero la diversión está, como casi siempre últimamente, en el independentismo. No sabe cómo digerir a Rosalía. Uno le afea que no dijera nada de los presos al recoger sus dos Grammys y dice que lo suyo no es “cultura catalana”. Otro, el mismísimo preso Junqueras, la felicita y enlaza un artículo en el que se dice que lo suyo sí es “cultura catalana”. El artículo es de la escritora y diputada de ERC Jenn Díaz, que –atrapada en las trampas de la fe– defiende aquello contra lo que milita. Un tal Gat Negre no tarda en llamarla al orden: “Català és tot aquell que lluita per la independència de Catalunya, parli com parli”. Pero la pieza más estrambótica es el artículo que considera un triunfo que Rosalía eludiera pronunciarse explícitamente sobre el procés. Como si no les hicieran la vida imposible a los que osan, si es en la mala dirección...
Ella no quiere entrar en polémica y hace bien. No debe enfangarse (para eso ya estamos los columnistas, que nos la apropiamos). Pero lo que Rosalía representa va contra lo que va y no contra lo otro. Su manera de ser catalana, plural, diversa, bilingüe, sin comunión patriótica, compatible con ser española, destruye el mundo nacionalista. Me he acordado por esto del Luis Cernuda de Los placeres prohibidos: “Abajo, estatuas anónimas, / Sombras de sombras, miseria, preceptos de niebla; / Una chispa de aquellos placeres / Brilla en la hora vengativa. / Su fulgor puede destruir vuestro mundo”. También por el puro esplendor de Rosalía.