Triunfar –que te lean, que puedas vivir de ello- escribiendo es imposible. O casi imposible. Lo consiguen muy pocos. Ya dijo García Márquez, quien sí lo logró, que escribir libros "es un oficio suicida". Y no se refería a Hemingway, Zweig, Salgari o o Márai. Aunque tal vez sí, quizá también se refería a eso, al tenebroso lugar al que te puede llevar esta labor tan sublime, a veces, y tan ingrata, en la mayoría de las ocasiones.
Porque la relación entre el esfuerzo de escribir y la recompensa de haberlo hecho suele ser tan escasa e íntima que normalmente nadie conoce la energía expuesta ni la angustia obtenida. Y todo, por unas cuantas palabras ojalá que bien colocadas. No, la confirmación de que uno es bueno escribiendo no llega casi nunca. Y, en ocasiones, como acaba de ocurrirle a Lucia Berlin, el éxito –el reconocimiento, el dinero-, aparece cuando ya no es necesario. Llevaba la escritora de Alaska diez años muerta cuando su libro de relatos Manual para señoras de la limpieza (Alfaguara, 2015) se convirtió en el best-seller que, en vida, habría necesitado. Tan brillante como Carver, con quien a menudo se la compara, Berlin escribía sobre sí misma. Todo el tiempo. Tampoco le hacía falta mirar mucho más allá: tuvo una vida apasionante que retrató en 77 cuentos. Y, cuando parecía que no había nada especialmente arrebatador en alguna de las etapas de su vida, circunstancia infrecuente, poseía el don de hallar las misteriosas claves que convierten lavar la ropa en una lavandería en un acto conmovedor. Como conocer, allí, a un jefe indio que le mira las manos; como verse las manos asombrosamente arrugadas, de repente, gracias a la mirada del indio.
La autoficción de Berlin ha alcanzado la notoriedad cuando ella ya no puede apreciarla. Kakfa, Nietzsche, Melville, Poe y muchos otros no lograron mientras vivieron el reconocimiento que sus obras merecían. John Kennedy Toole, el dios del excéntrico Ignatius Reilly en La conjura de los necios, es un ejemplo de máxima frustración literaria: se suicidó a los 32 años víctima de la depresión que le causó no poder publicar su novela, que no convencía a ningún editor.
Sí, triunfar en la literatura es extremadamente difícil, y no menos improbable. Es cierto que los autores no escriben por dinero –aunque a ellos también se les han detectado necesidades básicas- sino por una "irrefrenable fuerza interior", como expone el agente literario Guillermo Schavelzon. Aunque también cabe el razonamiento de George Orwell, que señaló que todos los escritores son "vanidosos, egoístas y perezosos, y en el fondo de sus motivos se encierra un misterio".
Berlin era un gran y hermoso misterio, y no escribía por dinero, pero lo necesitaba, como le ocurre a todos los humanos vivos. No llegó a matarse por no recibir del mundo literario lo que anhelaba –lo que le correspondía- pero sus depresiones y su estrecha relación con el alcohol anunciaban un inequívoco rastro de incredulidad sobre la distancia entre sus dos existencias, la real y la imaginada. Triunfar cuando ya no hace falta puede ser cruel, como sabrá ya la autora norteamericana, pero al menos le concede a su biografía póstuma cierto sabor a justicia, por muy retrasada que llegue.