Hoy están de enhorabuena quienes defienden que el Congreso debe ser un fiel espejo de la calle. Está más cerca el día en que los diputados se liarán a puñetazos en el hemiciclo, como ocurre de tanto en tanto en Georgia, Taiwán o Uganda. O en el bar de debajo de mi casa. Hay quienes, en cambio, añoramos los tiempos en los que el Parlamento fue un reflejo de lo mejor del país.
Se empieza vistiendo camisetas reivindicativas en la Cámara, se exhiben después impresoras y grilletes desde el escaño, y se acaba escupiendo al ministro de Exteriores. Cuando Ana Pastor -más conocida entre sus señorías como "La Institutriz"- ha dicho basta, llega tarde.
Podría haber salido de cualquier boca, pero tiene todo su sentido que sea un diputado separatista catalán el autor del lapo. Los CDR los usan habitualmente contra los disidentes y contra los policías, y ya debe de estar escrita la tesis que justifica el salivazo como forma de protesta pacífica: no causa lesiones y es indoloro. Siempre será preferible un gargajo a un coche bomba, ¿o no?
Ciertamente estamos ante un hecho insólito en la Democracia española. No hay precedentes de la excreción de fluidos sobre el rival, pero como el escupidor se llama Jordi Salvador y no Rafael Hernando, o quizás porque pertenece a ERC y no al PP o Ciudadanos, el Gobierno y el PSOE han intentado diluir el esputo por la vía rápida. Aunque Borrell quede por mentiroso.
Por mucho menos, aún no hace un mes, Presidencia del Gobierno emitía un comunicado para declarar oficialmente rotas las relaciones con el primer partido de España. Ahora ha publicado otro. Se resume en dos frases: "Es el momento de que todos y todas hagamos una reflexión" y "todos [sic] debemos pedir disculpas a la sociedad". Puesto que todos (y todas) son culpables, el suceso contribuirá a alimentar el hecho diferencial: en los Parlamentos vernáculos no pasan estas cosas. Y si alguna vez pasaran, los diputados insurgentes y sus domicilios están perfectamente identificados.
Ni siquiera la combativa Dolores Delgado, que estaba pegada a Borrell y algo debió salpicarle, ha dicho esta boca es mía. Se limitó a consolar al ministro con un gesto de compasión calcado al de la enfermera con el nonagenario que involuntariamente moja el pantalón.
Si París bien vale una misa, la Moncloa bien vale un pollo.