Cuentan aquellos que tienen acceso a los registros de entrada y salida de la cárcel de Lledoners que el expresidente autonómico catalán y senador del PSC José Montilla visitó el pasado viernes a Oriol Junqueras. Era la segunda vez que lo hacía en pocas semanas. No es un hecho banal. A excepción de la familia del líder de ERC, de los miembros de su partido y de los del Gobierno autonómico catalán, nadie suele visitar a Junqueras más de una vez.
En primer lugar, porque está estrictamente prohibido y porque esas visitas deben camuflarse como "institucionales" cuando a todas luces son visitas de pleitesía, es decir de negocios. Lo que no deja de ser un engorro para los funcionarios que deben prestarse, por gusto o a disgusto, al cambalacheo.
En segundo lugar, porque los días de Oriol Junqueras tienen las mismas horas que los del resto de los catalanes, ¡e incluso las mismas que los de los catalanes con baches en el ADN!, y la gigantesca, casi pornográfica, cola de súbditos que piden audiencia con el soberano republicano obliga a imponer restricciones y númerus clausus.
Es lícito especular sobre el porqué de las visitas de José Montilla. ¿Negociar algo, quizá? En ese caso, lo interesante sería el mecanismo mental por el que el PSOE ha llegado a la conclusión de que la persona más adecuada para pactar presupuestos, indultos y pactos electorales con un preso acusado de los más graves delitos políticos sancionados por el Código Penal español sea, precisamente, Montilla. El expresidente de la Generalidad que el 10 de julio de 2010 tuvo que salir escoltado, entre insultos y empujones, de la manifestación convocada por Òmnium Cultural contra la sentencia del Tribunal Constitucional que anuló los catorce artículos inconstitucionales del Estatuto de Autonomía catalán de 2006.
"No hay tribunal que pueda juzgar nuestros sentimientos ni nuestra voluntad. Somos una nación. No renunciaremos a la satisfacción plena de las aspiraciones de autogobierno contenidas en el Estatuto que votamos", había escrito Montilla sólo unos días antes, el 28 de junio. El presidente autonómico socialista se situó así, con su mochila de sentimientitos y voluntaditas a cuestas, fuera de la Constitución, del Estado de derecho y hasta de la edad adulta. Esa que obliga a lidiar con tus frustraciones políticas por medio de la política y no del infantilismo.
Montilla dijo más cosas, pero todas ellas iban en la misma línea ultramontana:
"El pueblo de Cataluña" (en vez de "los ciudadanos catalanes").
"No renunciaremos a nada" (aunque sea ilegal, debería haber añadido).
"Nos sentimos maltratados" (es llamativo lo rápido que aprendió el cordobés Montilla a hacer pucheros como un auténtico nacionalista catalán).
"El sentimiento de afirmación nacional" (esto se lo lees a Jair Bolsonaro y lo menos que le llamas es "fascista").
"Ahora es el momento de expresar la grandeza de Cataluña" (una, grande y libre).
"No será fácil" (la frase favorita de los líderes nacionalistas: advierte de que el proceso que pretende conseguir el aislamiento y la balcanización de la sociedad catalana será largo y obligará al pueblo a seguir financiando a los líderes del procés y a sus familias durante años, probablemente décadas).
Nada de eso le sirvió a Montilla el día de la manifestación para evitar los salivazos de los nacionalistas, convertidos ya en el verdadero hecho diferencial catalán. Si hay algo que no se le puede reprochar al independentismo catalán es su falta de puntería: allá donde detectan un complejo de mal catalán meten el escupitajo con precisión de francotirador. Los débiles no suelen perdonar la debilidad ajena porque les recuerda la propia y de ahí su crueldad con aquellos incapaces de aguantarles la mirada.
Conocido el personaje Montilla se entendería su elección por parte del PSOE. Nadie se arrodillará frente al nacionalismo con la humildad con la que lo hará aquel que lleva toda la vida intentando ganarse el carnet de catalán pura sangre. Si el PSOE no quiere arriesgarse, ha escogido bien. Cualquier otro socialista corría el riesgo de despertar de la anestesia a media charla y darse cuenta de que se encuentra en una cárcel, negociando la democracia española con un preso.