Los datos están ahí para quien quiera encontrarlos. El Ministerio del Interior contabilizó 292 homicidios consumados en España en 2016. La tasa resultante (0,63%) es la segunda menor de Europa tras Austria. Es menor que la de Holanda, Suecia y Alemania, y mucho menor que la de Dinamarca, Francia y Finlandia.
La cifra de homicidios de ese año es un 43% menor que la de 2005 y confirma una tendencia descendente que conduce a España hacia la convergencia con Japón, considerado de forma unánime como el país más seguro del mundo, excepción hecha de microestados como el Vaticano o paraísos fiscales como la Isla de Man, cuyos datos no son representativos.
Según los datos del Informe sobre el homicidio realizado por la Secretaría de Estado de Seguridad del Ministerio del Interior, la mayoría de las víctimas de homicidios en España entre 2010 y 2012 fueron hombres (el 62%). También lo fue la mayoría de los homicidas (el 90%). Un porcentaje que hay que situar en el contexto de los 23 millones de españoles de sexo masculino. ¿Cuántos homicidas hay entre ellos? Exactamente el 0,003%. ¿Cuántos de ellos encajan en la etiqueta de violencia doméstica? El 15% de ese 0,003%. El 69% de esos homicidas tenía antecedentes policiales. El 35% eran extranjeros. El 31% de los homicidios están relacionados con las drogas.
[Son datos del periodo 2010-12 y es razonable pensar que esos porcentajes no deben de haber cambiado de forma significativa desde entonces, salvedad hecha del mencionado descenso en la tasa de homicidios].
Dicho de otra manera. La probabilidad de tropezarse al azar con un asesino en España es la misma que la de hacerlo, por pura casualidad, con un miembro del Orfeón Donostiarra. Tan estadísticamente anómalos son los homicidios en España que prácticamente todos ellos llegan a la primera página de los diarios españoles cuando se producen. Su impacto emocional, sin embargo, supera con mucho el de otros peligros, inevitables o evitables por medio de la política, que provocan un número de víctimas diez, cien, miles de veces superior. Y de ello tenemos parte de la culpa los medios de comunicación desde que comprobamos que la truculencia y la emocionalidad falsa, sensiblera o teatralizada da más clics que un frío, pero muy real, dato estadístico.
Se han escrito muchos eslóganes facilones estos días. La afirmación de que "una sola muerte ya es demasiado" puede servir como placebo de conciencias atormentadas, pero no lleva a ningún terreno productivo. Por supuesto que una sola muerte es lamentable. Pero, más allá de la constatación de la obviedad de que todos preferiríamos que el crimen no existiera, ¿adónde nos conduce eso más allá de a unas cuantas decenas de 'me gusta' en Facebook y a alguna tertulia televisiva de grano grueso?
La idea de que la violencia humana puede ser erradicada mediante la "educación en valores" demuestra un llamativo desconocimiento de la naturaleza humana y sus incentivos. Especialmente si esos valores hacen caso omiso de las evidencias científicas existentes acerca de los universales de la conducta humana –aquellas manifestaciones psicológicas, culturales o lingüísticas presentes en todas las culturas conocidas– y pretenden la imposición de una moral coyuntural en la creencia de que esta actuará como "medicina del alma" para personalidades violentas o psicopáticas.
"¿Por qué existe la pobreza?". "¿Por qué no acogemos a los extraños como si fueran de nuestra familia"?. "¿Por qué matan los hombres?". Son las preguntas de un adolescente y describen una realidad puramente alucinada, a medio camino del infantilismo y el fetichismo moral.
Porque el estado natural del hombre es la pobreza: lo artificial es la riqueza. El instinto natural del hombre es la desconfianza hacia los extraños: es la confianza mutua y la cooperación altruista o interesada con desconocidos la que necesita ser explicada desde el punto de vista psicológico, social, económico, político y cultural. El hombre mata y hace la guerra de forma natural por motivos que a un animal le parecerían perfectamente razonables desde su estado de vacío moral absoluto: son los frenos morales impuestos por la sociedad a lo largo de 4.000 años de civilización los que nos diferencian de los animales.
Lo excepcional, en fin, no es ese 0,003% de asesinos, sino el 99,997% de hombres que no matan. Las evidencias arqueológicas muestran tasas de crímenes cercanas o superiores al 50% en fechas tan recientes como 1325 d.C. y entre todo tipo de culturas. Cualquier intento de poner fin a la violencia que no tenga en cuenta los avances en la colosal obra civilizatoria que ha supuesto llegar a este punto de paz social casi absoluta, y del que España en concreto es punta de lanza, está destinado a desviar hacia terrenos mitológicos la atención de quienes deben lidiar con el problema. A día de hoy no se conoce mejor remedio para la violencia anárquica de los criminales que la violencia reglamentada del Estado. El debate no debería ser cómo amansar la violencia anárquica sino cómo perfeccionar la violencia reglamentada para que esta sea aún mejor, más efectiva y más eficiente de lo que ya lo es.
Afirmaciones como las siguientes, en fin, no sólo no solucionan el problema, sino que lo agravan. A Laura Luelmo la mató un criminal, no una abstracción. Combatir las segundas desvía el foco de la atención que debería estar puesto sobre el primero.