Poco a poco nos ha ido cercando la ortodoxia y el debate –el de verdad- parece haber quedado proscrito. Con insidias, con hechos consumados, con la pública picota como amenaza. Conseguir un rebaño en nombre de una pretendida diversidad, ese es el tema.
La excomunión social existe y la decide la santa madre iglesia de la corrección política. Y se van asentando términos –y nadie los discute–, y se van aprobando leyes que rompen las costuras de los principios constitucionales –y nadie se opone–. Y en tiempo récord se institucionaliza su defensa, la nómina de muchos depende de que se apliquen, y la nueva inquisición, agazapada tras las disposiciones finales de esas leyes, se hace fuerte y lanza sus anatemas y confirma sus penas, y así hasta que lo de menos es la víctima a la que se dijo proteger.
Y qué importa si la realidad muestra que sirven de poco o que en su nombre se cometen injusticias… las verdades de fe no se discuten. Y si antes se aceptó la excepcionalidad legal de las leyes que venían a salvaguardar las lenguas regionales, y luego las que venían a defender de la violencia a la mujer, no venga usted a decir que años de vigencia después, no han mejorado nada y que quizás habría que limpiarlas de esa excepcionalidad –porque perdiendo derechos todo es empezar– y analizar y valorar si las medidas que proponen, a la luz de sus resultados, no deberían cambiarse o mejorarse.
Pero no, porque nos dicen que nacieron del consenso, y esa sacrosanta palabra que impidió antes el debate, lo prohíbe ahora, siquiera como ejercicio intelectual. Y por si a alguien se le olvida, ahí están las cumbres mundiales para recordarnos que en lo que en ellas se trata, aunque no se haya visto antes en los parlamentos nacionales –perdonen que insista en la que dije sobre la Cumbre de Marraquech– se convertirá en fuente de Derecho formal.
Por ir a lo más cercano, léanse lo que se aprobó en la Convención de Estambul, por ejemplo “el entendimiento de que la violencia contra las mujeres es una forma de violencia de género que se comete contra las mujeres porque son mujeres”. Y no hay más que hablar. Que la realidad de los hechos, de las situaciones o de las relaciones humanas, no dé la razón a esta aparente tautología, no importa. Para eso está el Tribunal Supremo, para confirmar con su última sentencia sobre una pelea entre un hombre y una mujer, que efectivamente, las convenciones internacionales, pesan más que el sentido común.
Pero algo ha cambiado desde las elecciones andaluzas, o más bien desde que el cambio de gobierno en esa Comunidad implica un acuerdo en el que se pone en riesgo un statu quo en el que todas las formaciones políticas han nadado, hasta ahora, sin sobresaltos.
Se esté de acuerdo o no. Se comparta o no. Más allá del ruido y del trazo grueso, de la táctica y lo demoscopia, se ha roto el velo. Pese a quien pese, la irrupción de Vox en el coso andaluz ha hecho que los argumentos hayan empezado a moverse por las redes, algunos como caricatura y otros desde la razón, y se haya tenido que empezar a argumentar. Sobre la Ley de Violencia de Género, sobre el género, sobre la Ley de Memoria Histórica o sobre las leyes LGTBI.
Hay a quien le asusta el debate, por pereza o porque aspira a que la gente no sepa lo que se esconde tras un término aparentemente inocuo, una frase o incluso una coma. Pero aunque nos quieran tontos, tenemos el derecho a exigir que se pongan todos los argumentos sobre la mesa y no se nos hurte la información. Y que no por ello se nos diga que no apreciamos nuestra lengua, que nos dan igual las mujeres que son maltratadas o las que mueren –como si fuésemos amebas, o por usar el término al uso, “abejas reinas”–, que amparamos la discriminación según la orientación sexual o que no nos duelen los cadáveres en las cunetas. Que somos machistas, homófobas o fascistas, en suma.
Y lo que ocurre es simplemente que algunas vemos personas donde otros ven colectivos; que nos parece indecente utilizar a la mujer como arma arrojadiza o argumento de campaña; que si nuestra familia superó el dolor de la Guerra Civil, quiénes somos nosotras para enmendarles la plana y, sobre todo, que no hay causa que valga hacernos desiguales ante la Ley, o privarnos del ejercicio legítimo y respetuoso de nuestra libertad de expresión.
Perdámosle el miedo a las razones ajenas y sin “ismos”, sentémonos a hablar.