Si no resultara patético, podría tener hasta cierta gracia que Pedro Sánchez exija elecciones generales al presidente de Venezuela. El líder socialista, por supuesto, no alcanzó el poder en España gracias a las urnas que demanda a Nicolás Maduro. Y lo conserva, precisa y fundamentalmente, debido a que no convoca a la ciudadanía –en contra de lo que nos hizo pensar a todos durante la moción de censura- para pedirle su opinión.
Sin embargo, hace bien en exigir al presidente venezolano lo que él mismo no ofrece, ya que hace mucho que el líder caraqueño perdió cualquier atisbo de credibilidad democrática. Maduro, antes y también después de que se le apareciera Chávez en forma de pajarito, ya adoptaba las maneras de un dictador; uno que, además de destruir las libertades en su país, ha acabado arrasándolo en cada una de las formas posibles.
Los que vimos a Alfonso Guerra con el puño levantado en muchos actos durante un buen número de años nunca pensamos que le oiríamos decir que al menos Pinochet no arruinó a su país, pero está claro que las cosas, y las personas, en ocasiones sí cambian. Hasta Pablo Iglesias, y esto sí que era improbable, ha alterado su opinión original sobre la situación en Venezuela: “no comparto alguna cosas que dije en el pasado”, señaló.
Rectificar es de sabios, pero cuando uno tiene responsabilidades políticas sería mucho más adecuado y competente no equivocarse, o al menos no hacerlo en cosas tan trascendentes como la que desde hace años estrangula y angustia a un país entero: el chavismo.
Resulta asombroso cómo algunos políticos pueden devastar países, fragmentar familias y destrozar vidas, todo a la vez. Y cómo otros reúnen las agallas suficientes para oponerse, jugándose el pellejo, a semejante locura. A los Castro, Chávez o Maduro hay que enfrentarlos a los Huber Matos, Guillermo Fariñas, Leopoldo López o, ahora, Juan Guaidó, el autoproclamado presidente de Venezuela. Como explicó su mujer, Fabiana Rosales, en una entrevista al diario El Mundo, sabe que se está jugando la vida.
De momento, el Tribunal Supremo de Justicia ya ha prohibido al presidente interino abandonar el país, y también le ha congelado las cuentas, ya que lo investiga por “usurpar” las funciones de Maduro.
Es de esperar que este inmenso conflicto en el que ya interviene el mundo entero, de Trump a Putin, de May a Sánchez, concluya sin un choque frontal e irreparablemente doloroso. Al mismo tiempo, es de desear que finalice aquí la pesadilla que ahoga a millones de venezolanos, cuyas vidas han sido castigadas de forma calamitosa por una idea, la del comunismo, que ha errado en sus ambiciones y en la ejecución de su concepto teórico las mismas veces que se ha intentado: todas.
El planeta mira con inquietud y con esperanza lo que sucede en Venezuela. Mira a su gente, a sus militares y a sus políticos. Contempla, también, a quienes han huido del país porque no podían aguantar más, pero siguen allí, emocionalmente, esperando tan ilusionados como temerosos el desenlace.
Ojalá que, tras dos décadas particularmente oscuras, finalmente se imponga la sensatez, que solo puede originarse a través de una convocatoria de elecciones presidenciales ajustada a derecho y supervisada por observadores internacionales. Solo así se puede empezar a tratar la herida que hace que Venezuela sangre.