Me aburro: esa es la verdad. Hay días en los que es difícil encontrar el estímulo, la tecla, la puerta, el hilo finísimo que conduce a la transgresión. Los debates se enquistan, los eslóganes matan, y las causas sociales que me importan -como el feminismo- se convierten en un vertedero de ideas manoseadas, de pataletas sin sustancia, de obviedades ilustradas y ribeteadas en morado. Me aburro: esa es la verdad. Sólo hay que echarle un ojo a la montaña de novedades editoriales que recibo cada día y que toqueteo sin pasión: la industria del libro se ha enganchado al movimiento feminista y piensa apretarle la tráquea hasta que escupa la última papilla.
Todos los títulos son idénticos. Todo huele a agua sucia. Ni una puta ocurrencia. Ningún golpe sobre la mesa. Ni un solo plato roto. Ni una perturbación a este lado. Los hombres machistas andan impávidos: aún no les hemos jodido filosóficamente. Y lo peor es que no estamos pensando concienzudamente cómo hacerlo. No hay estocada final. No hay nada. Nada. Nada más que este hastío, que este discurso cansado y descolorido, raquítico de imaginación, de frescura, de violencia. “Oiga, he escrito el mismo libro sobre feminismo que se lleva publicando dos años”. Suena la caja registradora.
Me aburro: esa es la verdad. Ha llegado el rodillo económico del sector literario a aplastarnos a fuerza de mediocridades. Me dan igual las buenas intenciones. Nos queda persignarnos y pedir perdón por haber cedido a esta bazofia, por haber mercantilizado así de pobre, así de vaga, así de perezosamente nuestra reivindicación más justa.
En el resto de disciplinas artísticas sucede lo mismo: la pereza revolucionaria es letal. Hoy son los Goya y tendré que cubrirlos en redacción, llorando ante una cerveza y un trozo de pizza, fantaseando con la muerte a pellizcos, buscando una performance que me saque del letargo. No aguanto otro año más de abanicos rojos que recen “más mujeres” sin que después de eso ocurra absolutamente nada. No aguanto otra alfombra repugnante y sexista donde el público se ponga las botas comparando talles, vestidos, diseñadores; etiquetando a las hembras según la pasta y la anorexia que llevan encima; empujándolas a competir entre ellas por ser la más bonita del reino.
Me aburro -y me enfado-: esa es la verdad. Lanzarán dos consignas pseudofeministas y sonreirán en la foto. ¿Qué suena ahí? Ah, es la caja registradora. Rebeldes pero no mucho: lo justito para engrosar la nómina sin que se rompa. Me da la sensación de que nada de lo que dicen les importa en absoluto, porque volverán a emplear la atención y el foco en redundar en los tópicos. En seguir mostrando un sólo modelo de mujer: la niña hermosa que se enfunda en plumas, perfumes y purpurinas para dar la ¿mejor? versión de sí misma, esto es, la más falsa, la más adulterada.
El año pasado, Isabel Coixet propuso a sus compañeras ir en pijama y sin pintar a los Goya para llamar la atención nacional e internacionalmente sobre las reivindicaciones por la igualdad. Nadie se atrevió. ¿Por qué? ¿Realmente era una idea tan agresiva como para arruinar una carrera, o es sólo que preferían hacer lo de siempre: disfrazarse de otras?
Es el feminismo de post-it, el feminismo bienqueda, el que llora un poquito pero sigue mamando del bote. La precariedad es un factor, obvio, pero el desinterés es uno aún más fuerte. Necesito más Despentes, más Valerie Solanas, más Jessa Crispin, más Silvia Federici, más Mary Richardson acuchillando a la Venus del espejo en la National Gallery de Londres, más boicots al Miss Mundo, como en 1970. No sé si somos menos lúcidas, pero sí menos divertidas que ellas. Ha de regresar el punk. Alguien debe volver a llevar las cosas lejos. Me aburro: esa es la verdad.