Que el golpe de Estado catalanista de septiembre y octubre de 2017 ha sido más venenoso para la democracia que el golpe de Estado del 23-F lo demuestra que a estas alturas, con sus líderes sentados en el banquillo de acusados del Tribunal Supremo y defendiéndose de delitos castigados con décadas de cárcel, todavía se siguen publicando editoriales en la prensa catalana sorprendiéndose de las palabras de Cayetana Álvarez de Toledo.
"¿Cómo se pueden comparar las pistolas con las urnas?", es el mantra de las últimas horas. Quien compara pistolas con urnas olvida que en democracia las primeras son el arma de quien sólo tiene armas mientras que las segundas han sido en Cataluña los tanques de quienes lo han tenido todo: el poder político, el presupuesto autonómico, el sistema educativo, las asociaciones civiles, los medios de comunicación y la Policía, pero sobre todo la impunidad.
A estas alturas no debería ni siquiera ser objeto de debate entre adultos alfabetizados que los votos que los españoles depositarán en las urnas el próximo 28 de abril no pertenecen a la misma raza que los que unos cuantos cientos de miles de catalanes metieron de cuatro en cuatro en cajas de plástico el 1 de octubre de 2017. Los primeros son un contrato con la democracia constitucional. Los segundos, el mocho con el que el nacionalismo pretendía higienizar una comunidad que considera de su exclusiva propiedad.
El verdadero hecho diferencial catalán es la paradoja. El partido que dio un golpe de Estado contra la República en 1934 y contribuyó de forma inestimable a degradar el clima político español hasta que este reventó de gangrena en 1936 se proclama hoy republicano mientras su líder responde frente a la Justicia por los más graves delitos políticos posibles en una democracia.
A escudriñar el mencionado absurdo del derecho y del revés como un lactante observaría el tablero de mandos de la Estación Espacial Internacional dedica TV3 buena parte de su programación. El espectáculo suele ser magnífico, no tanto desde el punto de vista de la política como desde el de la antropología.
En mi pueblo, ya ven, cuesta entender que los votos no son la esencia del golpe sino sólo su disfraz. Como la maleta que arrastra el carterista por las estaciones de trenes para confundirse con los turistas o el traje y la corbata que luce el atracador de bancos para no levantar sospechas entre las cajeras. La comparación es precisa puesto que lo que el nacionalismo intentó hacer en 2017 es robarle un país a 48 millones de españoles. Para su desgracia, el disfraz era pésimo y les pillamos con las manos en la masa.
Que dos millones de ciudadanos voten a favor de un golpe de Estado que convierte en extranjeros en su propio país a otros dos millones de ciudadanos no convierte ese golpe de Estado en un acto democrático, sino en un golpe de Estado con éxito de público. Por suerte, algunos sí lo hemos entendido. Esperemos que también lo entienda el Tribunal Supremo