Hay que comprenderle. Está viendo por la tele a cientos de rústicos por domesticar. A gente con los ojos inyectados en sangre y que se agarra los huevos con una mano mientras con la otra sujeta a su hijo para que este no huya despavorido del aquelarre. Para que la criatura se vea obligada a contemplar el espectáculo desde el primer al último golpe de pelvis de su padre.
Gente que proyecta salivazos por unas bocas que serían la envidia de la más coqueta de las lampreas. Gente que sale de los bares, vaso de tubo en ristre, como activada por un resorte y con el entrecejo más prieto que un agujero negro, vociferando cosas como "hijos de puta", "iros de este pueblo" o "merecéis que os torturen". Gente que le pide a la Policía que se aparte para poder abrirle la cabeza a gusto a ese perro que se ha atrevido a pasear por las calles de su pueblo.
Y su sensibilidad de té verde con galletita de mantequilla salada, siempre tan piadosa para con todas las injusticias del planeta Tierra, le alerta de que ahí hay algo que está mal. De que tanto odio, tanta bilis, tanta zozobra, tanta desazón ciudadana, no es normal. Y el socialdemócrata llega a esa conclusión a la que sólo puede llegar un socialdemócrata: "Muy gordo debe de ser lo que le han hecho a estas personas para que se hayan puesto así".
Pero al otro lado del cordón policial andan unas cuantas víctimas del terrorismo de ETA. Gente que se ha jugado la vida en el País Vasco del PNV, de Bildu y de Arnaldo Otegi. En ese País Vasco en el que los asesinos tienen la consideración de estrellas del pop y donde las mozas del pueblo practican durante años su aurresku a la espera de su oportunidad de pegar cuatro saltos espasmódicos frente al valiente gudari que consiguió volar por los aires a una niña, o a una vecina que compraba en el supermercado, o a un concejal de pueblo. En ese País Vasco en el que gente como Fernando Savater o Maite Pagaza son considerados "provocadores".
Y el cerebro del socialdemócrata colapsa como el de un niño al que le preguntan si quiere más a papá o a mamá.
El dilema es de órdago. Es obvio que allí donde hay enfado del pueblo ha habido una provocación facha previa. Pero… ¿cómo resolver la disyuntiva planteada por esa quiebra del orden natural de las cosas? El cerebro del socialdemócrata empieza entonces a carburar posibles soluciones al atolladero moral en el que le han metido las imágenes que está viendo en su iPhone Xs.
Primero, el cerebro socialdemócrata evalúa las conclusiones espontáneas, puramente instintivas, que llegan a sus neuronas. ¿Quizá lo que ocurre es que en ese pueblo vasco existe un grave problema de fascismo sociológico? ¿Que la xenofobia ha convertido regiones enteras de España en factorías de miseria moral y violencia política? ¿Que el franquismo continúa vivo en forma de nacionalismo vasco y catalán? "Ná" dice el socialdemócrata. "Eso me obligaría a reconocer que llevo toda mi vida equivocado".
Y entonces el socialdemócrata llega a la solución de compromiso idónea: echarle la culpa a ambas partes por igual. A unos, los villanos originales, por provocadores. Y a los otros, por haber caído en la provocación de los primeros. ¿Quién se va a dar cuenta, además, de que lo que está haciendo el socialdemócrata es convertir a las víctimas en agresores y a los agresores en víctimas del maquiavelismo de los primeros? Si acaso, y en el peor de los casos, estos últimos han pecado por tontos. ¡Mira que caer en una trampa tan burda!
Ya encarrilado, el razonamiento del socialdemócrata prosigue su deriva hacia la única conclusión lógica posible: si los aparentes agresores son las verdaderas víctimas, lo que debe hacerse para evitar que caigan en futuras provocaciones es evitar el contacto con esos taimados agresores que se fingen víctimas. Echarlos del País Vasco, reprocharles su insistencia en pasearse por esos rincones de España donde no existía problema alguno antes de su llegada, preguntarles a qué van por allí si apenas les votan unos pocos centenares de vecinos y esos vecinos tienen la sensibilidad suficiente como para no hablar de política en público, de no significarse, de vivir como ratas en un pozo.
Que ese argumento sea el mismo que el de la ultraderecha europea frente a la inmigración, los musulmanes o los gays no hace mella en el ánimo de nuestro socialdemócrata. Todo el mundo sabe que el nacionalismo vasco y la ultraderecha xenófoba son cosas completamente diferentes. Tan diferentes que hasta apetece pactar con ellos el Gobierno para que España se parezca cada día un poco más al País Vasco.