No le he leído a Isabel Díaz Ayuso ni la mitad de tonterías que le he oído a Carmen Calvo, Adriana Lastra o Irene Montero. O a Alexandria Ocasio-Cortez, que hace parecer a las tres anteriores Séneca. Con una diferencia. Las de Díaz Ayuso son comentarios de barra de bar, mientras que las de Calvo, Lastra y Montero son programas de Gobierno.
Con un agravante, también, que las sitúa en planos de ponzoña radicalmente diferentes. Sólo hace falta un poco de buena fe para entender lo que quería decir en realidad Díaz Ayuso, mientras que la mejor interpretación posible de las palabras de Calvo, Lastra y Montero nos sitúa en el terreno de la ingeniería social y la peor, en el de la meritocracia inversa y la tiranía de las peores.
Que la campaña de linchamiento se la esté llevando Díaz Ayuso y no Calvo, Lastra o Montero sólo tiene una explicación y es fácil de adivinar: la primera es de derechas y las segundas, socialistas. Porque la igualdad de derechos entre hombres y mujeres nunca ha sido, en realidad, el objetivo de la izquierda. Sólo la excusa que le ha permitido humillar a algunas mujeres gracias a esa armadura moral que protege de todo reproche y que se llama socialismo.
Ninguna mujer ha gozado de más poder en España que Soraya Sáenz de Santamaría. Ningún hombre ha logrado lo que Inés Arrimadas en Cataluña. Ninguna ha mandado tanto como Ana Patricia Botín. Son mujeres como Teresa Giménez Barbat, Maite Pagaza o Beatriz Becerra las que han dado la batalla contra la extrema derecha nacionalista que no han dado en el Parlamento Europeo hombres como Pepiño Blanco, Ernest Urtasun o Miguel Urbán Crespo.
Pero el modelo de mujer feminista correcta es una catedrática de Derecho Constitucional que no se ha leído la Constitución, la única mujer de España que no necesita mentir en su currículo porque carece de él y esa Irene Montero cuyo modelo de ascenso al poder es imposible de replicar por cualquier otra mujer. Al menos en su mismo partido.
Dicho de otra manera: no existe una sola mujer en la España de izquierdas equivalente a Sáenz de Santamaría, Arrimadas, Botín, Barbat, Pagaza o Becerra. Ni una sola. Y cuando la ha podido haber, caso de Rosa Díez o de Susana Díaz, la propia izquierda se ha encargado de partirles en la crisma el techo de cristal acusándolas de submarinos de la derecha. En la izquierda, todas las mujeres válidas acaban siendo en un momento u otro acusadas de "fascistas por desarmarizar" mientras las peores medran sin freno. Es el modo que tienen los machos alfa de la manada, junto a las más mediocres de la secta, de eliminar cualquier competencia interna.
Hay un factor más. Las mujeres de derechas, como los negros de Vox, los obreros que votan a la derecha o los catalanes castellanohablantes, cumplen una función vital en la sociedad española. Sin ellos, la paz social saltaría por los aires.
Porque ellos son la válvula de escape que le permite a la izquierda desfogar su machismo, su racismo, su clasismo y su xenofobia sin recibir el reproche moral que recibiría cualquier votante de un partido de derechas que osara humillar a una mujer, reprocharle a un negro su desconocimiento de la historia de este país, negarle el derecho al voto a un obrero o prohibirle al hijo de un catalanohablante estudiar en su idioma materno.
Y ahí tienen a miles de gañanes llamando "puta" a Inés Arrimadas en la puerta de su casa; diciéndole a una adolescente que arranca lazos "menudo polvo tienes"; o haciendo sangre con Isabel Díaz Ayuso porque ha dicho la misma gañanada que señores del siglo XIX como Miguel Ángel Revilla, Juan Carlos Monedero, Quim Torra, Aitor Esteban o Alberto Garzón, tipos que ya sonarían rancios en 1982, llevan años diciendo. Y todo eso, entre los aplausos de la izquierda.
Es llamativo lo ataditas que tienen en el socialismo a sus mujeres. Y lo contentas que están ellas. A fin de cuentas, los líderes de sus partidos siempre les proporcionan alguna mujer de derechas con la que ejercitar la sororidad inversa. Y con eso se dan por empoderadas.