En la pasada Feria del Libro de Madrid hubo un inesperado aumento de ventas (un 14% más que el año anterior) y un librero exclamó: “¡Vuelve el libro!”. Como no se ha cansado de repetir Antonio Muñoz Molina, el libro es un artefacto tecnológico perfecto, de una extrema sofisticación. El electrónico tiene sus ventajas, y es una opción aceptable. Pero ya puede decirse que convivirá con el de papel. En todo caso, lo que vuelve es el libro en general: vuelve la lectura.
Vuelve la sensualidad de la lectura: su carácter placentero, sensorial, de recogimiento como en el zen. El libro se percibe de nuevo como una casa, como un refugio. Escribe Marcos Ordóñez en Una cierta edad (Anagrama): “Leer por la noche: que al final del día las líneas te recojan como en una red”. Pueden y deben zarandearte también, pero esos meneos interiores son en último extremo reconfortantes. Aunque expresen dolor, es su expresión lograda lo que reconforta. (Qué llevadera se nos ha hecho la desesperación gracias a Thomas Bernhard, a Emil Cioran, a Fernando Pessoa...)
Yo llevo unos años enfrascado en la lectura, en una galopada lectora entre rabiosa y feliz. Como si casi todo fuera un fraude menos eso. En los últimos días, sin saber muy bien por qué, he tomado una decisión que me llevará meses: releer la gran novela de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido. Desde hoy mismo, 1 de julio de 2019. Ya leí los siete tomos en 2015, en la traducción de Pedro Salinas y Consuelo Berges (Alianza). Ahora lo haré en la de Carlos Manzano (Debolsillo). Quiero meterme otra vez en ese mundo y parar de algún modo el tiempo.
La seducción de la obra tiene que ver con el título: hay un anhelo de reparación por el tiempo perdido. En sus dos acepciones, como decía Gilles Deleuze: el perdido porque pasó y el derrochado (el malgastado). Relacionado con la segunda acepción está el malestar por el tiempo hecho calderilla que tenemos hoy; el tiempo triturado por las redes sociales, básicamente, con todos sus avisos, pitiditos, temblorcitos, ventanitas, pestañitas, estrellitas, corazoncitos, toquecitos... Esa lucha sin cuartel por la atención de que suele hablar Manuel Arias Maldonado, más sus correspondientes reclamaciones de respuesta (por supuesto, inmediatas). Frente a esa calderilla –lo dije en otro lugar–, está el oro del tiempo, como reza el epitafio de André Breton: “Busco el oro del tiempo”.
De manera que este verano lo pasaré con Proust, no lejos de mi ventilador, de la “fresca brisa” de mi ventilador, que moverá las páginas. Y quitado de las redes sociales todo lo que pueda. No así de los periódicos, que por algún sitio hay que mirar cómo se pierde el tiempo en España y en el mundo. Sobre todo en España, en la segunda acepción.